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Borís Yeltsin lucha por sobrevivir al cumplir siete años en el poder

Tal día como hoy, hace exactamente siete años, Borís Nikolaiévich Yeltsin era elegido presidente de Rusia, una de las 15 repúblicas de la Unión Soviética, un gigante nuclear con pies de barro cuya agonía aún se prolongó cinco meses y medio. Yeltsin era entonces una estrella emergente. Ahora, con 67 años y una salud precaria, enfrentado a una de las más tremendas crisis de su mandato, parece un animal herido, pero aún poderoso, que lucha por sobrevivir.

A dos años vista de una elección presidencial que promete ser crucial, la vida política rusa gira en torno a si Yeltsin será o no candidato. Él dice que no, pero nadie le cree, ni él lo desea. Muchas de sus acciones de Gobierno, como la defenestración en marzo de su primer ministro durante cinco años, Víktor Chernomirdin, sólo se entienden en esa clave. El Tribunal Constitucional aún debe decidir si puede aspirar a la reelección en el 2000. Y, mientras la margarita se deshoja, otros potenciales candidatos -empezando por el alcalde de Moscú, Yuri Luzhkov- no mueven un dedo por si se lo cortan desde el Kremlin.Es una paradoja, pero la única base de poder de Yeltsin es el poder mismo. Hay mucha gente que se la tiene jurada: por desatar una absurda y desastrosa guerra en Chechenia, entre diciembre de 1994 y agosto de 1996, que humilló a los restos del antiguo Ejército Rojo; por machacar a cañonazo limpio, en octubre de 1993, a un Parlamento rebelde que se había atrincherado en la Casa Blanca; por dinamitar la Unión Soviética en una reunión celebrada en diciembre de 1991 en un pabellón de caza de un bosque cercano a Minsk; hasta por plantar cara al golpe comunista de agosto de 1991.

Sin el paraguas del poder, sin partido ni grupo político ni económico propios, sin otros fieles que los miembros de una corte de los milagros que se queda en nada fuera de los pasillos del Kremlin, Yeltsin no tiene garantizada una vejez tranquila. Lo que hoy es juicio político en el Parlamento para destituirle podría ser mañana un proceso criminal ante los tribunales ordinarios.

Mijaíl Gorbachov era tan admirado en Occidente como despreciado en Rusia. Yeltsin empieza a sufrir del mismo síndrome. Para sus amigos Bill (Clinton), Helmut (Kohl), Jacques (Chirac), Tony (Blair) o Ryutaro (Hashimoto) es la garantía de que no habrá vuelta atrás en Rusia, de que se seguirá avanzando hacia la economía de mercado y la democracia, aunque sea a trancas y a barrancas. Las alternativas -triunfo comunista o nacionalista- generan pavor o incertidumbre. Por eso parecen dispuestos a echar una mano, incluso a tirar de talonario.

Pero en Rusia, la popularidad del líder del Kremlin está bajo mínimos. El grito de protesta de mineros, médicos, científicos, maestros y obreros es el mismo en todo el país: "¡Abajo Yeltsin!". Los grandes banqueros y empresarios que le auparon a la reelección en 1996 empiezan a buscar a otro líder que defienda sus intereses oligárquicos. Y la crisis económica, que tiene al país al borde del colapso, le puede arrastrar en la misma avalancha. Es precisamente en esos momentos cruciales, cuando todo se juega a cara o cruz, cuando surge el impresionante animal político de raza que hay dentro de Yeltsin. Nadie maniobra como él en las grandes crisis. Es experto en sacarse conejos de la chistera y en huir hacia adelante. Tal vez por eso se ha atrevido a evocar, por primera vez en varios años, el fantasma del golpe de Estado.

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