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Humanidad global

Estamos celebrando el cincuentenario de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Ciertamente este acontecimiento marcó un hito histórico en la consecución de mayores cotas de libertad y dignidad de las personas. Pero siendo mucho el avance conseguido no debemos considerar que hemos alcanzado el cénit. Independientemente de las vulneraciones sistemáticas a los mismos, que a diario se cometen y de las que son víctimas miles -millones más bien- de seres inocentes, quedan muchos derechos por conquistar cuyas fórmulas para lograrlo aún no se han establecido. Por citar uno y no al azar, pensemos en la migración. Uno de los mayores problemas que padece la humanidad y que dada su creciente gravedad hace necesario pensar en hallar urgentes soluciones al mismo. La libertad del ser humano para establecer su residencia estable donde desee, sólo está reconocido (art.13) en la Declaración Universal de Derechos Humanos dentro del territorio de un Estado. Mientras, a diario sabemos de patéticos viajes en pateras inadecuadas, carentes de toda seguridad, repletas de hacinados jóvenes en busca de una libertad, que para ellos consiste en alcanzar un trabajo digno para los suyos. De seres execrables que comercian con el tráfico de residencia de esos seres humanos que aspiran a poder comer, a poder vivir desarrollando un trabajo en zonas donde les cabe la esperanza de desarrollar una vida mejor. Paralelamente a ese drama celebramos el avance de una economía global, sin fronteras para las mercancías, pero donde paradójicamente se siguen deteniendo y devolviendo a las personas a los lugares de los que con gran riesgo y sacrifico huían. Estamos ante un mundo abierto para los objetos, pero no para los sujetos. Y pocas voces oímos alzarse ante estas situaciones cuya solución, sin duda hay que reputar de difícil, pero que a estas alturas, de economía del bienestar para grandes capas de población, su reconocimiento como uno de los Derechos Humanos básicos se hace imprescindible. Y cuanto más comercio internacional exista, más ansia tendrá el hombre de ir en busca de su tierra prometida. El siglo XXI se abre con la pesadilla de unos continentes ricos pero con población envejecida en contraste con otros jóvenes, vírgenes de explotación económica, cuando no con explotación injusta y depredadora, incapaces de satisfacer las aspiraciones de sus jóvenes generaciones de habitantes. Sus poblaciones requieren de soluciones que pasan desde la inversión productiva en sus países hasta la emigración a que aludimos. En el camino habrá que ir sembrando cooperación humanitaria, formación profesional y una política adecuada a su situación económica, política y social con la irrenunciable premisa de honestidad. Ejemplos paralelos e incipientes de algunas de estas condiciones comienzan a darse en países como Etiopía, Ghana, Nigeria y otros subsaharianos en donde se ha duplicado la producción de cereales estos últimos años. Está claro que un bienestar similar en todos los países sería lo perfecto, pero precisamente por eso, por esa perfección, el alcance del mismo no deja de ser utópico como lo fue el comunismo de los medios de producción. Mientras tanto se impone avanzar en la aceptación del derecho a la migración de quien pasa hambre, de quien no puede desarrollar dignamente su vida y la de sus familiares en determinados países, medios o ambientes. Como un derecho humano más, tan inalienable como los contenidos en la carta del 48, permitiendo la libre residencia de los seres humanos en el continente, país o ciudad que tengan por conveniente. Mientras derechos como éste no se alcancen, podremos gozar de las ventajas de un mercado, de una economía global, jamás presumir de una humanidad solidaria. De una humanidad global.

José María Jiménez de Laiglesia es empresario.

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