En busca de personajes poco tratados
La historia ha proporcionado en países de Europa occidental -en especial, en Gran Bretaña- muchas vocaciones para la política. Éste fue, sin duda, el caso de Carmen Llorca, profesora universitaria y técnica en información y turismo, quien durante la última parte de su vida tuvo una intensa dedicación a la vida pública en las filas de la conservadora Alianza Popular y, de forma más precisa, en el entorno de Fraga.Llorca se formó en una tradición de historia contemporánea fundamentalmente política y volcada de manera eminente hacia la biografía, con intereses en personajes hasta entonces poco tratados y con una voluntad de captar de ellos el conocimiento general de toda una época, el siglo XIX, sobre la que, hasta bien entrados los años sesenta, parecía poco adecuado escribir en España. El origen de este enfoque historiográfico hay que encontrarlo, sin duda, en Jesús Pabón, una relevante figura de nuestra historiografía cuya meritoria obra, tan grata de lectura, sigue manteniendo, con los inevitables envejecimientos, una brillantez espectacular. Llorca no llegó nunca a las alturas de su maestro, pero en dos de sus libros sobre el XIX aparecen algunos destellos de su marca. En Isabel II y su tiempo y Castelar, precursor de la democracia cristiana, Llorca ofreció sendos textos elaborados con materiales secundarios, pero en los que el entrecruzamiento de una abundante bibliografía histórica de la época, los testimonios literarios y la voluntad de dejar lo mejor posible al retratado ofrecen un panorama satisfactorio, en especial para lo que era la escasa bibliografía histórica de la época en que esos libros aparecieron.
Era habitual en aquellos momentos -y sigue siéndolo hoy, aunque minoritaria y mucho menos justificadamente- la trasposición del pasado hacia el presente. El segundo de los libros citados muestra esa propensión, y es también un buen indicio historiográfico: Llorca rescataba a un personaje del pasado -que en tiempos más remotos hubiera sido poco aceptable-, y desde el propio título de su libro lo asimilaba a una fórmula política del presente y testimoniaba un cierto cambio en la percepción de quienes, como ella, estaban inequívocamente con la España oficial de entonces. Algún día habrá que estudiar de forma coherente y completa actitudes como ésas (y también otras, más trascendentes, que convirtieron a la historia en una pasión nacional al final del franquismo). No cabe dudar que la de Llorca fue sincera y bienintecionada, y no nacía de una pretensión utilitaria o vergonzosamente propagandística, como fue el caso de otras.
Desde los setenta, tuvo Llorca una actuación política en organismos culturales dependientes de la Administración, primero como presidenta del Ateneo de Madrid y luego como última responsable de la Delegación Nacional de Cultura del Movimiento, hasta su misma desaparición. Sobre estos años escribió un libro de memorias que no deja de tener interés, porque, desde la perspectiva de una segunda fila bien informada, testimonió, de un modo que puede parecer paradójico, no sólo las tensiones del momento, sino también una real voluntad de apertura y, al mismo tiempo, una incapacidad para comprender hasta dónde iba a llegar en última instancia, porque el proceso de cambio era inevitable. Su mérito fue, en los años siguientes, adaptarse, con talante conservador pero también liberal en el trato personal, a una nueva situación política en la que también aportó su meritorio grano de arena en el Consejo de RTVE o en el Parlamento Europeo.
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