El acoso a los embajadores destapa el régimen autoritario de Bielorrusia
Alexandr Lukashenko, presidente de Bielorrusia, un bocadillo eslavo de 10 millones de habitantes entre Rusia y Polonia, está acostumbrado a que nadie le plante cara en su país, que dirige con mano de hierro, pero ha calculado mal los riesgos de enfrentarse con la comunidad internacional por un quítame allá esas residencias de embajadores. Su estilo autoritario ha provocado la retirada, entre otros, de los representantes de EE UU, Japón y la UE. El precio que tendrá que pagar será muy alto.
La UE ya afila los cuchillos para decidir nuevas medidas de aislamiento del régimen de Lukashenko. El Consejo Europeo decidió en febrero de 1997 responder enérgicamente a un discutido referéndum celebrado cuatro meses antes y que culminaba el proceso de desmantelamiento de la oposición. La Unión, que no reconoce como democráticos el Parlamento y la Constitución, suspendió entonces el diálogo dirigido a lograr un acuerdo de asociación, retiró el apoyo para que Bielorrusia entrase en el Consejo de Europa y redujo en dos tercios la aportación de 3.000 millones de pesetas anuales.También se espera que responda con rotundidad EEUU, que tiene viejos agravios con Lukashenko, de 43 años, ex presidente de la comisión anticorrupción del Sóviet Supremo que llegó al poder en julio de 1994, con el 85% de los votos en la segunda vuelta. Desde entonces ha hecho lo posible para conservar la vara de mando, incluyendo la utilización de una poderosa guardia pretoriana y un servicio de seguridad que conserva el nombre del temible KGB soviético.
En 1995, el despiste de dos aeronautas norteamericanos que penetraron con su globo en el espacio aéreo bielorruso terminó con su nave abatida y ambos muertos. Washington no reconoce el resultado del referéndum de noviembre de 1996 (nadie lo hizo, excepto China y Rusia), que permitió a Lukashenko, que logró el 70% de los votos, fabricarse una Constitución a su medida, extender dos años su mandato, crear un Parlamento bicameral títere y controlar la comisión electoral y el Tribunal Supremo.
Pese a todo, a Lukashenko le pone de los nervios que le comparen con Hitler por minucias tales como reprimir a la oposición, hacer la vida imposible a la prensa que le critica o cercenar la vida cultural, como cuando prohibió la representación del clásico de Bertolt Brecht La resistible ascensión de Arturo Ui.
Dentro del espacio de la antigua URSS, Lukashenko es el dirigente más soviético en cuanto a su talante personal y forma de ejercer el poder, cuyos hilos controla con eficacia de burócrata y policía. Antes que a Occidente, prefiere mirar al Norte y al Este, hacia esa Rusia con la que firmó, en abril de 1997, un tratado de unión que constituye un intento de restablecer el espacio forjado en 74 años de comunismo.
Para muchos rusos, rabiosos con la miseria y las flagrantes desigualdades de la transición hacia el capitalismo, Lukashenko es un héroe, el tipo de líder que necesita su propio país: firme e incluso desafiante ante las grandes potencias que han puesto a Rusia casi de rodillas. Cuando, recientemente, la moneda bielorrusa cayó un 20% en un suspiro, Lukashenko salvó la situación imponiendo, con una presión no muy diferente de la amenaza, la estabilidad de los precios. Algo con lo que sueñan decenas de millones de rusos, y más ahora, cuando hay un fuerte peligro de devaluación del rublo.
En la última conferencia de prensa de Lukashenko en Moscú, numerosos periodistas le aplaudieron con entusiasmo, además de los veteranos cargados de medallas que se colaron al acto. Y eso que no estaba aún resuelto el conflicto con Rusia por la detención, acusados de espionaje, de varios periodistas de la televisión rusa que pusieron a prueba la permeabilidad de las fronteras bielorrusas, aunque sólo con intenciones informativas.
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