Regreso a Ixtlan
¿En que rincón de la memoria habíamos dejado a Carlos Castaneda? Significó mucho para toda una generación, pero no es menos cierto que, excepto algunos que quizá tenían más capacidad para guardar fidelidades, los demás lo habíamos desterrado como se destierran los viejos discos y las fotografías de los primeros amores. Hagan la prueba: ¿en qué lugar de la librería están, por ejemplo, aquellos Relatos de poder de cuya posesión y lectura tanto nos habíamos vanagloriado en su día? Indefectiblemente: en la segunda fila de algún anaquel, junto a alguna vieja edición de poesía de Losada, Martin Eden, todo Sartre, y el apolillado Manual del cultivador de marihuana que dejábamos junto a los discos de Genesis, para impresionar.Castaneda nos adelantó muchas cosas: nos adelantó una espiritualidad que no era la que habíamos heredado de nuestros mayores, nos introdujo en el tema -misteriosísimo entonces- de las drogas y nos hizo mirar con otros ojos el mundo, la naturaleza y, sobre todo, a nosotros mismos. Hoy todo aquello suena lejano y terriblemente inocente, pero a la vez tiene un eco prístino que no deja de conmovernos. Parece mentira que hubieramos sido así alguna vez.
La obra esencial de Castaneda la recibimos a principios de los setenta en aquella trilogía publicada por el Fondo de Cultura Económica de México compuesta por Las enseñanzas de Don Juan, Viaje a Ixtlan y Relatos de poder. El azul, el verde y el rojo dominaban respectivamente en aquellas portadas ilustradas con siluetas espinosas que reproducían visiones producidas por el peyote.
Aquellos libritos eran una fuente asombrosa de experiencias. Anhelábamos tener un maestro como el sabio yaqui que reprochaba todo el tiempo a su sufrido discípulo Castaneda su incapacidad para avanzar ni siquiera un palmo en el árido terreno del conocimiento -«Te tomas demasiado en serio, te das demasiada importancia»- pero que era capaz de acariciarle el alma cuando más lo necesitaba. Viaje a Ixtlan quizá fuera el libro más puro: Don Juan insistía en que el peyote no era necesario para distinguir al brujo del amigo o para descubrir y domesticar a nuestro aliado -quizá el viento- entre las fuerzas de la naturaleza. Lección de ecología avant la lettre , los libros de Castaneda también significaron nuestra primera ruptura con el etnocentrismo.
Nunca supimos mucho de la vida real de Castaneda, dicen que era un hombre secreto, que huía de las entrevistas, de la televisión y hasta de las fotografías para que no le robaran energía. Ofrecía seminarios y talleres. Siguió escribiendo sobre la sabiduría de los chamanes de Nuevo México.
El antropólogo Josep Maria Fericgla, que ha investigado en la cultura de otros indios, los jíbaros, y, como Castaneda, consumido su alucinógeno ritual -en este caso la ayahuasca-, deploraba ayer su desaparición pero recordaba que sus libros «no eran científicamente fiables». Más que un antropólogo, decía, Castaneda fue un padre de la nueva espiritualidad occidental. Fue también, para muchos, un amigo de esos que dejas de ver para siempre cuando cambias de escuela.
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