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Tribuna
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Veteranos de guerra

Antonio Muñoz Molina

Veo la cara del general Sáenz de Santamaría y me acuerdo de verla repetida en las paredes del País Vasco hace muchos años, en 1980, cuando el gobierno de entonces, impotente y asediado por el terrorismo más sangriento de Europa, lo envió como jefe máximo de las fuerzas de seguridad, o acaso con la intención simbólica de ofrecerles un signo de firmeza a los militares. En los muros sucios de pintadas y de grandes carteles con consignas en euskera y fotografías de etarras, la cara en blanco y negro del general Sáenz de Santamaría era como un signo añadido de alarma, como una prueba de que la escalada del terror estaba logrando su objetivo y de que muy pronto sería declarado el estado de guerra. Eran carteles firmados por el Movimiento Comunista y por la Liga Comunista Revolucionaria, residuos fanáticos de sectarismo iluminado que disponían, a pesar de su exigua militancia, de un lujo ilimitado en materiales de propaganda, y que aprovechándose de la frágil libertad española se dedicaban sobre todo, sin el menor riesgo, a un permanente hooliganismo del crimen. En las fotos de los carteles, el general Sáenz de Santamaría -la cabeza rodeada por un círculo de mira telescópica- tenía una estampa como de golpista sudamericano: gafas oscuras, brazos cruzados sobre la pechera del uniforme con medallas, mandíbula breve y arrogante debajo del bigote.Esta mañana, dieciocho años después, el general es un jubilado pulcro, saludable, fornido, pero aún se ve que la suya es una cara a la que no favorecen las fotografías. La barbilla sigue trazando un gesto de decisión debajo del bigote blanco, que exagera el tirón asiático de las facciones, un bigote que está entre la truculencia de Fu-Manchú y las deplorables modernidades capitales de los años setenta. Aunque el general, a lo largo de su declaración, no se dejara llevar tan gustosamente por el hábito de los recuerdos, a mí me bastaría mirar su cara para recobrar los tiempos en que la vi multiplicada por los muros del País Vasco, a la vez como un blanco de tiro y una efigie de amenaza: el general se acuerda de los muertos, de la provocación sanguinaria y metódica, de la ira cada vez más difícilmente contenida de los militares. Apunta a un subsuelo de heroísmos histéricos, tramas negras y golpes de venganza que se agitaba en la claustrofobia sitiada y malsana de los cuarteles y las comisarías. Nunca hubo dos ideologías hostiles que se complementaran tan eficazmente, con una sincronía tan perfecta, el abertzalismo etarra y el golpismo franquista, los pistoleros de la revolución y los del regreso a la caverna. Los soldados de aquel reemplazo, en los cuarteles vascos, vivíamos entre miedo al golpe militar y el miedo a las hazañas de los terroristas. Sonaban unos disparos en una calle céntrica, un pistolero huía tranquilamente a pie, un militar o un policía se desangraba en medio de la acera y a la luz del día sin que se le acercara nadie a prestarle ayuda.

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A pesar de esos recuerdos y del aire fosco que suelen darle las fotografías, el general Sáenz de Santamaría no parece un hombre propenso a perder la calma. Como muchos que han conocido de cerca las crueldades de la guerra, desconfía de la pura fuerza como remediadora de nada, y es muy escéptico ante cualquier proclama sanguínea de valor: ninguna guerra se acaba matando al último soldado, dice, encarcelando al último terrorista. Uno intuye que esas actitudes le aproximan al talante de Rafael Vera, y que siguiendo esa pista sería posible delimitar dos posiciones o dos corrientes más o menos subterráneas en la política de los socialistas vascos, incluso dos caracteres humanos.

Pensé en eso al ver y escuchar esta misma mañana a Ramón Jáuregui, tan veterano de las guerras del norte como el general Sáenz de Santamaría y como cualquiera de los procesados, y sin embargo, en apariencia, nada estragado por los años de la adversidad, del inevitable desaliente, de la presencia constante del crimen. Ramón Jáuregui tiene cara de profesor de instituto o de empleado, no maltratada por el tiempo ni por la experiencia, si acaso con una pocas canas que son un indicio como de prematura gravedad. Hasta esta mañana no se había sentado en la mesa de los testigos nadie que enunciara tan serenamente la posibilidad de la razón, que equilibrase tan sin ambigüedades el dolor y el asco por el terrorismo y la exigencia sagrada de la legalidad, la búsqueda de la eficacia en la persecución del crimen y la urgencia de una permanente lucidez política. Grave y reflexivo en sus palabras, cuidadoso en marcar distancias, Ramón Jáuregui da la impresión de haberse encontrado políticamente solo muchas veces, sobre todo en aquellos tiempos en los que era tan fácil sucumbir al necio y dañino heroísmo del ojo por ojo contra los terroristas. Es él quien por primera vez en este juicio da a entender un sigiloso descargo de conciencia: "Una sensación de no querer saber nos invadió a todos".

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