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Tribuna
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El profesor contado

Javier Marías

Con este merecido galardón a los talentos, saberes, erudición, penetración, bríos, porte, indumentaria y distinción del profesor Francisco Rico, creo que se da por primera vez la circunstancia de que sea premiado en la realidad un personaje mío de ficción. Digo bien de ficción, y aun por partida triple y con tres diferentes nombres: profesor Del Diestro hace nueve años, profesor Villalobos hace seis, profesor Rico este mismo año, desde hace tan sólo un mes. Cualquiera debería saber que el hecho accidental de que alguien lleve en una novela el mismo nombre que lleva en la vida no priva de ser ficticio al de la novela, esto es, al que es contado o representado. Incluso seguiría siendo ficticio si fuera representado o contado en una biografía veraz: el profesor Rico tendrá sin duda la suya, a su debido tiempo, y es posible que una estatua ecuestre en algún tranquilo jardín (sugiero a las autoridades de Barcelona, donde reside el premiado, un emplazamiento en Horta, cerca del Laberinto).Hace poco recibí una carta del profesor en la que me comentaba benévolamente su última aparición ficticia, con su propio nombre de Rico. Decía estar «razonablemente satisfecho» de las páginas por él dominadas, y que en todo caso éstas le habían «divertido mucho, alguna vez hasta la carcajada». Sólo me reprochaba «alguna caída de estilo imposible en mí», y que le hubiera atribuido «la afectación de subirme las gafas con otro dedo que el índice, en la que jamás incurriría». Luego pasaba a discutir ciertos aspectos de la conversación que en el libro sostenía conmigo, o mejor dicho, con el personaje que allí lleva mi nombre; y apelaba a Jenofonte, recordado «no, desde luego, por la exactitud de sus noticias, sino por la calidad de su estilo», para negar que la novela pudiera perdurar más que el ensayo o la crónica o la historia: nadie se acuerda hoy de los autores de las fábulas milesias. Y añadía: «Y aquí, entre nosotros» (espero que la fórmula fuera sólo retórica; si no, vaya traición la mía), «me pregunto con una cierta alarma cariñosa si no se te habrá pasado por la cabeza que tu prosa es superior a la mía: de sobra te consta que no es el caso».

Creo haberle concedido que la suya era superior en precisión, la mía en intensidad. También que la novela, en efecto, es un género híbrido, bastardo, de escaso linaje, demasiado indefinido y amplio y -lo peor para un hombre como él- «moderno». Ya es mucho concederle al profesor, que fácilmente lo abruma a uno, no menos con su distinción que con su gran saber. Francisco Rico ha alcanza do logros muy considerables, con Petrarca o con su sola prosa, véase su libro más recóndito e inspirado, Primera cuarentena. Ahora ha conseguido que se hable de «el Quijote de Rico», lo cual trae a la memoria aquella fórmula inglesa para distinguir las traducciones inolvidables «Pope"s Odyssey, Chapman"s Iliad»; y aunque no lo tengamos presente nunca, fueron gentes como Pope y Chapman y Bérard quienes hicieron de la Odisea y la Iliada lo que son aún en nuestras lenguas, pese al empeño de nuestros ministerios de Educación sucesivos de convertirlas en olvidadas fábulas milesias. Así que en cierto sentido, de Rico y de sus secuaces -hoy quizá no tenga iguales- depende que cualquier bastardo novelista o nobilísimo poeta sean en el futuro sepultadas fábulas o textos vivos. Sólo en cierto sentido.

Eso será, en todo caso, en el futuro. Hoy por hoy, y dado que no pertenezco a la clase de novelista pusilánime al que «se le rebelan» los personajes, el profesor Rico está en mis manos, o digamos su personaje. He sabido que a muchos lectores les cae mejor el propio Rico, el de la vida, tras haber hecho su connaissance ficticia. Y al parecer gusta más a las mujeres. Hoy le conceden este alto y enjundioso premio. Empiezo a darme miedo a mí mismo, sobre todo porque caigo ahora en la cuenta de que el Premio Cervantes ha sido para Cabrera Infante, que también sale en esa novela falsa, y de que hace unos años el supuesto modelo de otro personaje, Rylands, recibió cuatro millones del Premio Nebrija al poco de hacérseme del todo ficticio. Debo pensar en la posibilidad de abrir negocio y ofrecerme como retratista por encargo. Pondría en mis folletos propagandísticos una foto de Francisco Rico laureado como Petrarca, a modo de garantía. Aunque dados sus talentos, saberes, erudición, penetración, bríos, porte, indumentaria y distinción, quizá se me reconocería escaso mérito y sería tomado el recurso a su imagen como apropiación ventajista e indebida.

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