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Todo casa (museo)

Por crudo que parezca de entrada (incluida), máxime en la comarca de lo cultural sustancioso, me fui a comer a Soria el otro mediodía, al Iruña, a deslizar foie-gras soriano (un hallazgo) sobre rebanadas de pan tostado, y sin ceder en ello, de base, a la brindada tentación de la muy rica mantequilla (un clásico), hecha largas tiritas, mestizaje puesto de moda y de untadura, bárbaro ayuntamiento de alma hinchada de pato con leche de la teta de la vaca. Y como el restaurante, amén de bueno, es breve, pues podía el rumiante enterarse de aquello que se hablaba en las escasas mesas de al lado.Por ejemplo, a una mujer madura, rodeada de amigas un poco más jóvenes, le dio por confesarse sobre cabeza ajena: «Tengo que reconocerlo: mi marido es poco musical». Pero esa raridad confesional, ese reparo atípico, fue perdiendo extrañeza al ir sabiendo, entre gerundios y suspiros austeros, que aquellas comensalas pertenecían en conjunto a un coro que iba de gira. Con lo cual ya quedaba bastante claro que no hay misterio si se escucha todo, aunque luego la voz predominante llegó desde otra mesa, donde un anciano entretenía a hijo y nuera, al parecer recién casados, aunque también a los demás sin parentesco: «Mi pobre padre tenía dos manías: cada vez que iba a Bilbao, se compraba una caña de pescar y un impermeable El Búfalo». La caída de un cuchillo, «mejor ni miro», rompió el hechizo oral.

Vinieron después voces de una tercera mesa, acaso contagiadas con el nombre de la ciudad traída a cuento por el anciano, hijo de un pobre padre al que le gustaba pescar sin empaparse. Eran las voces de dos matrimonios, intercalados y más bien cultos. Y uno de los varones utilizaba así la suya: «Cuando lo ves, el edificio de Guggenheim te parece cojonudo, fenomenal. Pero luego, si te pones a pensar, incluso llega a resultarte monstruoso». Y su mujer, que debió de observar los visajes en los caretos de los otros dos, partidarios acérrimos del titanio desde hacía un buen rato, se lo dijo a la cara a su sujeto: «Arturo, eso es lo malo que a ti siempre te pasa, que no puedes disfrutar de nada porque enseguida te pones a pensar. ¿Quién te manda?» Buena pregunta.

Y, consumidos ya los dos postres y hasta tres tazas de café, no era plan demasiado elegante el de quedarse allí por las malas, por saber algo más, sobre todo sabiendo que aquí todo termina hablando, entre gerundios y suspiros austeros, de Mar Flores, Javier Clemente y el GAL. Pero lo que yo menos pensaba, al revés que el otro, es que, al volver a casa, me esperarían en el buzón cinco ejemplares de una misma octavilla, provista de este título magnífico: «Descubra el pasado y el presente del siglo XX. Dos obras maestras: Guggenheim y Universidad Pontificia». Y ambas dos, para que se sonría el poeta Vicente Núñez con tan sinuosa expresión, «por tan sólo 5.995 pesetas». La agencia de viajes organizadora detalla que esta oferta de dos días de ensueño conlleva un autocar de gran turismo (ojalá que no vuelque), hotel, cóctel de bienvenida, pensión completa, obsequios, un sorteo diario y, no faltaba más, traslado al Museo Guggenheim y a la Universidad Pontificia.

A la hora de explicarlo, van ellos, al igual que nosotros, por partes. Tras disfrutar de «un delicioso almuerzo en el marco incomparable de la Costa Cántabra, nos dirigiremos hacia el impresionante Museo Guggenheim (entrada no incluida), considerada por todos los especialistas del mundo La Última Obra Maestra del Siglo XX. Regreso al hotel, con baile y descanso». Logrado ya lo último, al desayuno del siguiente día le sigue una bonita demostración de productos que resultan «imprescindibles hoy en día en nuestros hogares». Y, al punto, otro después: «Después nos dirigiremos a la Universidad Pontificia de Comillas, cuna de la formación sacerdotal en España, convertida en la actualidad en museo. Éste les será mostrado por una guía especializada (entrada no incluida). Regreso a sus puntos de partida».

Quienes no hayan perdido todavía su aliento querrán, antes de decidirse, conocer los detalles. Haylos. Pero primero se nos permitirá que, de ese programa doble, tan pertinentemente analógico, destaquemos con perplejidad que lo parentético («entrada no incluida») se le aplica en el primer caso al museo, mientras que, en el segundo, la advertencia le toca a la guía especializada. Tal vez este turismo interior, que va del coro al caño como por museo o casa, necesite estas precisiones, con tanto esmero así ubicadas. Mientras tanto, se habló, asimismo, de obsequios. Pasen y vean. Para los caballeros, «un juego de 10 cuchillos y una necesaria eurocalculadora». Para las señoras, «una práctica bandeja de desayuno en madera y (cacharro igualitario) una necesaria eurocalculadora». Además, «un sorteo diario, entre todos, de un televisor». Por fin, todo casa y todo museo.

O epílogo moral, harto probable, si nos diera el repente de ir, felices, a lo uno y a lo otro, en autocar de gran turismo, sin acordarnos a su debido tiempo de aquello que escribió J. D. Salinger: «Siempre he estado convencido de que el ratón que escapa de la trampa vuelve cojeando a casa con nuevos e infatigables planes para matar al gato».

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