Franco contra Franco
No hay buenas amistades que mueran. Como algunos volcanes, pueden adormecerse y parecer a ojos del extraño que nada ve ni oye si aplica sus sentidos que allí, en ese monte, en esos corazones, sólo hay frío. Un día se produce el estallido. Los buenos amigos se reencuentran por azar y la erupción de todo lo que llevan tantos años sin decirse a la cara abrasa a quienes les rodeen, atónitos de que el orín del tiempo pueda un sentimiento deshacerlo tan instantáneamente. Esa deflagración no se dará en mi caso con Ricardo Franco, un amigo al que apenas veía en los últimos años pero con quien en otra época viví grandes momentos de complicidad y revelación, de amargura, de inmenso gozo, de peligro. Con Ricardo el alto voltaje de las vivencias estaba asegurado, por el ímpetu con que encaraba las cosas, por su pasión indócil, por el valor a veces de suicida; únicamente había que seguirle la corriente. Yo lo hice al menos en dos ocasiones, y hoy me siento feliz, en la pérdida, de haber sido testigo de sus hechos. En eso justamente consiste la honrosa, dolorosa tarea de los supervivientes que todos somos a partir de una edad: contar al mundo que lo ignora el relato de quienes ya no tienen voz. Para que lo que quede de su quebrado paso por la tierra no sea silencio sólo.La primera imagen es la de Ricardito, así le hemos llamado siempre, en el escenario de un palacio de congresos levantando el puño con un gesto tan crispado que más que contra Franco (en este caso Francisco) parecía alzarse contra el cielo de todos los dogmas. El año, 1970, el lugar exacto, Benalmádena, la ocasión, la gala de clausura del Festival de Cine donde acababa él de ganar el gran premio con su primer largometraje El desastre de Annual, algo que no gustó a una parte pequeña del público. Como el rechazo era ideológico, por la naturaleza antimilitarista de la película, Ricardito, que nunca tuvo, que yo sepa, la idea del comunismo, respondió con el signo más claro y peligroso. Un historiador de cine ya fallecido y su esposa entonaron, brazo en alto, el Cara al sol, y la fuerza pública, siempre excitada en aquellos años por los himnos de rigor, no tardó en comparecer. Ricardo Franco fue detenido, y con él pasaron la noche en la comisaría de Málaga otros asistentes al festival, entre los que recuerdo a Víctor Erice, Antonio Drove, quizá Ángel Harguindey y Luis Eduardo Aute, Carmen García Mallo, que me arrastró a mí, muerto de miedo, a la acción solidaria. A los acompañantes nos soltaron al día siguiente, pero Ricardito fue procesado, y otra imagen viva que de él guardo es la del juicio, donde fui testigo y él mantuvo una gallardía no ya insólita sino insolente, aunque llevase ese día corbata.
Las guerras y el amor. La acera de la calle Diego de León donde estaba un club o bar nocturno, Whisky Jazz, al que se iba con los mayores. Gil de Biedma, Benet, Hortelano, también ellos, que han precedido en la muerte, nos guiaron allí en las mejores copas y frases de inteligencia. Aquella noche Ricardito y yo nos marchábamos antes, y en la acera una figura bellísima y adorada desde la oscuridad de los cines: «¡Es Jean Seberg!», le dije con un codazo que casi le tumba. Ricardito ya la había visto, y ella a él. La actriz, entonces famosísima aunque a ratos muy atribulada, iba con gente, pero no importó. Ricardito también era impetuoso en los arranques de la seducción, y esa noche no la pasó en ninguna comisaría. Fue una historia amorosa tan intensa y trágica, tan llena de momentos de felicidad radiante como las que Ricardo Franco ha contado magistralmente en el cine, como la que quizá estaba contando en la película de su testamento. El verano siguiente les visité en París, donde Ricardito vivía como el príncipe hechizado de los cuentos en la casa que la dulce Seberg compartía con su ex marido Romain Gary, varios niños y una mandona criada española. Diez años después, acabada su relación, murió Jean Seberg luchando, dicen, con la locura. Ahora se ha ido él, debiéndome un título, Los restos del naufragio, que le busqué para su libro de poemas y la película siguiente. A cambio yo le debo haber conocido pasiones igual de verdaderas cuando iban en contra de algo que siendo de las que animan a vivir. Por eso hay que intentar, recordándole, no perder lágrimas negras.
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