Tiempo de libros (I)
A.R. ALMODÓVAR Los argumentos en favor del libro y la lectura son ya tan numerosos que no caben en ninguna parte. Haría falta una biblioteca para almacenarlos. Pero ésta acabaría desplazando a los libros que conviene leer. Y eso sin hablar de los numerosos índices bibliográficos con que manejarse en tan vasto mundo especular. En fin, que hablar de libros es una suerte de manierismo paradójico, un laberinto de placer para los que ya gozan de sus tenues verdades. Lo malo es cómo llevar esas razones a los que no leen. Pues tiene el laberinto todas las puertas abiertas, y sin embargo los hay que no entran jamás. Acaso tienen miedo, un miedo oscuro, inconfesable. Por eso hace tiempo que los especialistas en animación a la lectura -personas extraordinarias a las que habría que colmar de distinciones- se inclinaron por construir metáforas externas, y vibrantes, acerca de las virtudes del libro. Incitaciones y festejos de muy variada índole, entre los que se cuentan las propias ferias del sector, o la proliferación misma de editoriales y ediciones. (Estos días se presentan en Andalucía más libros de los que podrían leerse en unas vacaciones largas) A qué más argumento que la abundancia, parecen decir. Ya sé que todo esto puede resultar engañoso. Pero como hemos aprendido a no fiarnos de las encuestas -gracias a las encuestas- y no parece muy ético hacer del pesimismo de la cultura una profesión, preguntémonos sencillamente: ¿todas esas montañas de papel impreso de verdad que no las lee nadie? Cuesta creerlo. En varias líneas de argumentación se podrían concentrar las muchas defensas que tiene el libro. Por suerte, la que era más de bulto, la más importante hasta hace poco, se ha disipado con la llegada de la informática: depósitos del saber. Para eso ya están las memorias digitales. Enciclopedias y diccionarios que antes ocupaban el sitio de honor de la casa hoy caben en un par de discos de silicio. No quedan más que los argumentos cualitativos. Estamos de enhorabuena. Se suele empezar por las relaciones afectivas que crea el lector con el objeto libro, siempre que sea una relación voluntaria y no impuesta, claro. Son tan sutiles como irremplazables, y abonan en cadena algunas certezas que nos traen los libros: la de no estar solos, y la de poseer el tiempo y el espacio, principalmente. A tal punto, que uno puede hacerse la ilusión de repetir la vida volviendo a leer un libro. Aquí empieza la segunda argumentación: los libros constituyen una existencia paralela, de la que uno puede servirse para multiplicar la suya cuanto desee. En especial la literatura nos conduce a la más excepcional de todas las paradojas del libro: la mentira poética como forma sublime de la verdad, la que no precisa demostración. (El psiquiatra Lacan, después de muchas vueltas y revueltas, acabó abrazando este principio y sintiéndose confortablemente instalado en el caos primigenio, del que la poesía es simple imagen). Pero no hemos hecho más que empezar y ya se ha acabado la columna. Otro día seguiremos.
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