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FERIA DE SAN ISIDRO

Una borregada

Anunciaron corrida de toros y sacaron borregos. Igual que cada día. Borregadas son lo que quieren los taurinos. Las figuras también. Y sus cuadrillas. Y ese club de ganaderos, más o menos una docena, en la práctica numerus clausus entre cerca del millar de colegas, que domina el negocio y tiene marginado al resto.Es natural. Para producir borregos no hace falta cuidar ni la crianza ni la selección: todo vale. Si echan borregos al redondel, los picadores no corren el riesgo de pegarse un batacazo y con un poco de suerte ni siquiera se ven obligados a trabajar; el peonaje brega tranquilo y banderillea un saco; los matadores pueden confiarse tomando posiciones cerca del borrego dormilón, las veces que consiga andar le pagarán una manta de derechazos, y si saben adoptar actitudes fanfarronas o pintureras, les darán la oreja. Consumado el timo, se repartirán la ganancia; y a seguir en otra parte.

Puerto / Rincón, Ponce, Mora Toros de Puerto de San Lorenzo, bien presentados, débiles, borregos

César Rincón: pinchazo - aviso -, dos pinchazos, estocada corta y tres descabellos; se le perdonó el segundo aviso (silencio). pinchazo leve, se tumba el toro, lo apuntillan (algunos pitos). Enrique Ponce: pinchazo, otro hondo y rueda de peones (silencio); pinchazo hondo, rueda de peones y tres descabellos (silencio). Eugenio de Mora, que confirmó la alternativa: estocada atravesada que asoma y descabello (ovación y pitos también cuando saluda); estocada baja (oreja con protestas). Plaza de Las Ventas, 18 de mayo. 13ª corrida de abono. Lleno.

Esta vez tocó Madrid. Sacaron borregos, efectivamente, que no podían disimular su borreguez. Apenas habían pegado cuatro trancos por el tercio ya estaban buscando dónde echar la siesta. A varios de ellos, que parecían conservar cierta fuerza en el testuz, los picadores les zurraron la badana. A otros, que mostraban claros síntomas de parálisis, se les simuló la mal llamada suerte de varas.

Llegado el turno de muleta deambulaban mohínos. Eso en el mejor de los casos pues en otros el especimen se quería morir -y, de dejarle, se habría llegado a suicidar-, mientras varios optaron por la inmovilidad absoluta: quietos; ni pestañear. A estos daban ganas de ordeñarlos. No pudo ser porque les faltaban las tetas. Pero todo se andará.

Es una idea que se lanza (y, de fructificar, se cobrará por ella): si no son posibles los derechazos ya que el borrego salió con vocación de armario, que el torero lo ordeñe sentado en una sillita de enea. Esto también valdría la oreja.

De cualquier forma los borregos todavía guardan un recóndito instinto agresivo pues aún quedan toreros que no se fían de ellos. Torero tan experimentado y tan hecho a sórdidas batallas táuricas como César Rincón, no se fiaba ni un pelo. La desconfianza de César Rincón debía de ser insuperable. Quién le ha visto y quién le ve. Aquel diestro dominador y valeroso que arrebataba a las multitudes y se ganó los corazones de la afición, era incapaz de aguantar el derrotado embroque de los borregos, conducir con templanza su mustio caminar, ligarles los pases.

Borreguez y debilidad supinas padecía el lote que estaba destinado a Enrique Ponce. Cuanto más figura menos toro; es el axioma. No dio Enrique Ponce ni un lance de capa digno de tal nombre, ni un pase de muleta con propósito de cruzamiento y reunión. Para qué. Tomaba fuera de cacho al agonizante, lo embarcaba con el pico de la muleta cuidando la composición... y se le iba al garete.

El contraste fue Eugenio de Mora, que venía pegando. Claro que si no era en este día de confirmación de alternativa para cuándo lo iba a dejar. Se afanó en los derechazos y los naturales al toro de la confirmación, que no le salieron inspirados, y se midió corajudo con en el último de la tarde. Recibió a ese toro con dos emocionantes largas cambiadas de rodillas y le instrumentó una faena de muleta larga y bullidora iniciada con circulares de rodillas; menudo alarde si el borrego no se llega a caer. Un poco más vivaz el animalote que sus hermanos, aprovechó Mora para sacarle pases por ambos lados en tandas de factura desigual, suaves unos, destemplados otros. Mató de bajonazo y hubo ocasión de darle una oreja, que servía para su cartel y también para legitimar la borregada. Los taurinos, según costumbre, se habían salido con la suya.

«¡Aprende, Ponce!», gritó un inoportuno espectador. Pero Ponce no tiene nada que aprender. Ponce se lo sabe todo. Ponce está en la cresta de la ola. Ponce es el epicentro de lo que aquí se cuece. En una barrera se encontraba el Vicepresidente del Gobierno, Fracisco Álvarez Cascos; en el redondel, Enrique Ponce; en lo alto de la puerta de arrastre, la televisión: el triángulo de las Bermudas.

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