Mike Nichols y Paul Auster llevan el buen cine estadounidense a la jornada inaugural
Travolta, Winona Ryder y Sigourney Weaver abren la lluvia de estrellas
Hay en todas partes ganas de ver Colores primarios, pero el gancho de esta expectación le viene de fuera, de lo que tiene de metáfora del golfeo clandestino de Bill Clinton y los presumibles tortazos que Hillary le debe dar en su alcoba legal cada vez que en la Casa Blanca suena el estruendo de una de sus aberturas de bragueta. Cannes, siempre atento a arrancar con algún alboroto rentable, abrió anoche su feria con esta esperadísima película, que añade a este vicio la virtud de ser un filme más que estimable, buen cine libre norteamericano, que se ve bien y alcanza, gracias a la actriz Kathy Bates, momentos de verdadero esplendor. En las antípodas, con una original revisión del mito de Lulú, el escritor Paul Auster inició su aventura de director.
Se sabía que Nichols es un viejo fabricante de éxitos coyunturales. Se sabía que ya se fue de la mano el tiempo de hacer otro El graduado, porque esta pompa de jabón brilló lo justo antes de arrugarse e ir a parar al rincón de las películas sobrevaloradas. Y se sabía que ha abandonado su esfuerzo inicial de hacer películas de las llamadas de denuncia y, a partir de Wolf, se metió en el fregado de las metáforas políticas de altos vuelos.Nichols es un director de poco alcance, no es un gran artista, pero tiene un olfato profesional bien adiestrado para detectar buenos guiones y ponerlos en movimiento con repartos de lujo y (más importante) muy atinados en el ajuste de cada intérprete con las posibilidades que ofrece cada personaje. En Wolf, Jack Nicholson, Michelle Pfeiffer, James Spader y Christopher Plummer compusieron, en magnífico cuarteto, las cuatro esquinas de la metáfora del ring donde se dirimen las sordas y feroces reyertas de los ejecutivos en las empresas adscritas a la moral del capitalismo salvaje, es decir: las selvas urbanas donde habitan los hombres lobos de hoy.
En Colores primarios afina mucho más para hacernos ver por dentro los brillos y las mugres de las escaladas políticas en la democracia de su país. Nichols no se anda con remilgos a la hora de meter en él anzuelos comerciales resultones, como es forzar la identificación automática del dúo imaginario Travolta-Thompson con el dúo verídico Clinton-Hillary. Emma Thompson contó aquí ayer que no entendía por qué con tantas buenas colegas suyas americanas que se habrían dado entre sí zarpazos para interpretar su personaje, Nichols no cejó en su decisión de que lo encarnase ella, una inglesa, una intrusa.
Pero en la pantalla se ve que la terquedad del cineasta estaba bien fundada y que Nichols tenía razón: además de tener (en más guapo) un aire a su referencia viviente, Emma Thompson borda un refinado trabajo y crea una Hillary soñada de puro real. En cambio, John Travolta no se anda con sutilezas y propone en bruto con extraordinaria eficacia un calco casi literal de Clinton, reconocible incluso por minucias de su imagen, de sus comportamientos públicos y de su voz, que es casi exacta.
Lo mejor de la película está en el hecho de que este perverso forzamiento a la identificación dura poco. Una vez pasado el efecto sorpresa, y su morbillo asociador, la película no sólo no decae, sino que es entonces cuando realmente echa a volar, y para explicar este despegue hay que acudir de nuevo al rigor y el ingenio de Nichols para organizar repartos. Porque una vez que, a la media hora de metraje, entra en el juego la genial Kathy Bates, aquello se dispara hacia arriba por sí solo, sin triviales muletas referenciales, y las huecas sombras presidenciales se desvanecen, para dar paso a un relato recio, más amargo de lo que parece y, para un viejo hombre de la izquierda como Nichols, bastante decepcionador, ya que indaga sin paños calientes en algunas tripas averiadas de la democracia estadounidense, incluida la que personifican gentes libres e inteligentes como la que compone el singular y célebre matrimonio Clinton.
Hermoso mito
Otro norteamericano libre y sagaz, el escritor de Smoke, Paul Auster, nos trajo ayer el primer largometraje dirigido por él mismo, Lulú en el puente, donde introduce el hermoso mito de Lulú, que a finales de los años veinte encarnó la eminente Louise Brooks, cuyo rostro es una cumbre insuficientemente escalada del cine clásico. Cubriéndose las espaldas con otro cuarteto interpretativo esplendoroso formado por Harvey Keitel, Mira Sorvino, Willem Dafoe y Vanessa Redgrave, Auster mezcla, con balbuceos pero con originalidad, la tradición del universo underground de Manhattan, en cuyos laberintos se orienta a ciegas, y su adoración a la portentosa actriz que convirtió la trágica puta vienesa imaginada por Arthur Schnitzler a primeros de siglo en una leyenda de alcance universal. Embrollo difícil para un novato, del que Auster sale vivo, y no es poco, en este agradable y competente día de aguas libres procedentes de los dos océanos de América.
Babelia
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