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Tribuna
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Israel: modelo para armar

Israel existe gracias al antisemitismo occidental y cristiano, aunque no sólo por eso. Hay otras causas, como la tenacidad de un pueblo capaz de hacerse a sí mismo una eutanasia al revés, de hacer vivir lo que casi todo el mundo creía muerto. Pero sin el concurso de crímenes horrendos es francamente improbable que hoy existiera el Estado sionista. Ésta es, por ello, la historia de una obra en marcha que tiene, en la mejor línea del saber aristotélico, planteamiento, nudo y, previsiblemente, desenlace. Una obra, que, sin embargo, aún no ha concluido. En las sinagogas de todo el mundo se venía repitiendo día tras día, año tras año, la jaculatoria: «El año que viene en Jerusalén». Era un santo y seña litúrgico, en la estela del vaya usted con Dios cristiano, que expresaba una necesidad biológica de creer más que un proyecto. Pero al que sólo le faltaba la ocasión para convertirse en historia.

A mediados del siglo XIX Europa hervía de imperialismo, el descubrimiento, colonización y explotación de un mundo africano y asiático que decoraba ya, aún antes de Kipling, como la carga del hombre blanco. El imperio otomano parecía la presa inevitable que un día se repartirían las potencias, Francia, Gran Bretaña y Rusia. Y el movimiento sionista pertenecía a esa cultura con designio imperial. El pueblo en eterna minoría, la tribu sin Estado, empezó a mirar entonces el mundo como un solar mal habitado en el que ya fuera posible reconstruir Sión.

El judío había sufrido discriminación legal en toda Europa hasta la emancipación que inauguró la Revolución Francesa. A mediados del siglo XIX el habitante de la diáspora alcanzaba por fin la plenitud generalizada de derechos legales. Y ante ello la gran mayoría del pueblo hebreo sólo aspiraba a la plena integración en la sociedad en la que moraba desde tantas generaciones, por lo menos, como su altanero vecino cristiano.

Se llama Haskalá al movimiento del mundo judío para reclamar el puesto que le corresponde en la sociedad occidental, para desarrollarse en tareas que hasta entonces le habían estado vedadas o severamente limitadas: carreras humanísticas, técnicas, el periodismo, la política. Y en unas décadas, especialmente en Europa central, donde se daba la mayor concentración mundial del judaísmo, reventaron las generaciones de una pasión contenida.

En el colegio de abogados de Viena, de Berlín, en los periódicos de lengua alemana, húngara y eslava, en las universidades de esa Mitteleuropa, el judío lograba algo muy parecido a un amenazador liderazgo. El mundo cristiano, la aristocracia de sangre o de dinero, las clases medias bajas que comenzaban a sufrir el vértigo del nacionalismo, se atemorizaron. Aquellos inesperados visitantes no llegaban en patera, sino que escalaban las más altas cátedras.

El antisemitismo, codificado y represado por las leyes que mantenían al judío en su lugar, estalló. La Haskalá fracasaba y una minoría rectora del asimilacionismo judío llegaba a la conclusión de que era preciso inventarse un nuevo bando. Ahí estaba esperando el imperialismo sionista. Si las sociedades de acogida en Europa no hubieran rechazado al hebreo, hoy no habría Estado de Israel que lamentar ni del que cantar las glorias.

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Theodor Herzl, un ex asimilado vienés, escribió un libro que era todo un programa: Der Judenstaat, El Estado Judío. Había que volver a inventar Israel. Con ocasión del primer congreso mundial sionista, que él mismo convocaba en Basilea, en 1897, pronunció palabras que aún hoy nos sobrecogen: «Hemos creado el Estado de Israel. Dentro de medio siglo el mundo se enterará». Casi al día, en ese plazo de tiempo nacía el Estado sionista en Palestina.

Ha comenzado la sucesiva ola de migraciones, las aliyah, hacia aquel rincón del imperio otomano que baña el Mediterráneo oriental, y que los árabes llaman Falastin, pero la empresa se revelaría casi impracticable. Ni Estambul, ni la mayoría árabe residente estaban dispuestos a apartarse para que renaciera Sión.

Hará falta una guerra mundial que reparta entre las potencias el imperio derrotado, junto al temor británico de que el movimiento internacional judío, que hablaba muy mayoritariamente el alemán, se inclinara por los Imperios Centrales (Alemania y Austria- Hungría). La declaración del ministro de Exteriores británico, Arthur James Balfour, el 2 de noviembre de 1917, creaba, así, el conflicto árabe-israelí, prometiendo un hogar nacional para el pueblo judío.

El periodo de entreguerras vería entonces el crecimiento de una comunidad nacional hebrea en Palestina bajo la tolerancia o el apoyo de la potencia mandataria británica, que trataba de preservar, en un acróstico sin salida, intereses del todo contrapuestos: mantener su hegemonía en el Asia árabe y cumplir su indefinida promesa al pueblo de Sión.

Y, nuevamente, el poderoso concurso de una guerra y un crimen contra la humanidad alteraban los factores de aquella tentativa de cuadrar un círculo diplomático. Hitler contribuiría más que nadie con el exterminio de seis millones de judíos, llamado el holocausto, a que Europa, que salía en cenizas de la II Guerra Mundial, se hallase en la disposición perfecta para exorcizar los demonios de su culpa dando pista al nuevo Estado. El horror, una vez más, partero de la historia.

Gran Bretaña acabó por dimitir de sus responsabilidades y anunciar en 1946 el próximo abandono de su mandato sobre Palestina; Estados Unidos no quería más inmigración judía de la que ya tenía, y en toda Europa sobraban cientos de miles de refugiados que se convertirían, así, en sionistas para su supervivencia. En embarcaciones de fortuna, en un clima de guerra con la mayoría palestina del país, David Ben Gurión proclamaba en la sala de un museo de Tel Aviv la creación del Estado de Israel, el 15 de mayo de 1948. Ahí comenzaba lo que la nación judía llamará guerra de independencia. El planteamiento ha concluido con el cumplimiento de las predicciones de Herzl. El nudo comienza sólo a desatarse.

Los primeros 50 años de la historia del Estado de Israel han sido los de cinco guerras (1948, 1956, 1967, 1973, 1982); una nota al pie: la Intifada palestina de 1987, y un presunto proceso de paz (1993-?). Las guerras fueron todas, menos la de 1948-49, breves, como correspondía a un tipo de combate en el que los contendientes no podían durar sobre el terreno al ritmo de atrición de materiales y vidas que ello significaba, y, sobre todo, por la presión, primero sólo norteamericana, y luego conjunta con la Unión Soviética, para que los enfrentamientos no contaminaran de terror nuclear la guerra fría.

Pero aunque Israel, vencedor en todos los combates, los habría querido decisivos y quirúrgicos, sólo han servido para decidir que no cabe derrotar al sionismo en el campo de batalla. La guerra de 1967 es el parteaguas de esta historia. Anteriormente, Egipto, Siria y Jordania, beligerantes más habituales de estas guerras, podían creer que su derrota sólo había sido producto de que quienes combatían en su nombre: los Estados del antiguo régimen (1948-49) no representaban la verdadera modernidad árabe; o que la colusión de las potencias (1956) más que excusaba una honrosa derrota militar, coronada de éxito político: la retirada de Francia y Gran Bretaña del Canal, y de Israel, del Sinaí conquistado. Pero en 1967 se enfrentaban dos mundos basados en sus religiones salvacionistas respectivas, islam y judaísmo, de los que el segundo demostraría una perfecta adaptación a la eficacia de la modernidad. Israel había hecho de su posible teocracia un ariete, mientras que muchos árabes piensan que es la traición contemporánea al espíritu del islam lo que les ha conducido a la abismal derrota. Así nacían todos los integrismos musulmanes del día. Recuperemos las enseñanzas del pasado y seamos otra vez nosotros mismos, se dice el árabe, en la amarga frustración de la derrota. Casi parece Fichte en sus Discursos a la nación alemana.

Esa guerra y la ratificación de las que siguieron crearía, sin embargo, nuevos datos del problema que, en teoría, son los que hoy debieran permitir una solución. Israel ocupa desde 1967 la Cisjordania y Gaza, arrebatadas a Jordania; el Golán, a Siria, y, desde 1978, la franja sur de Líbano hasta el Litani. La OLP palestina, de otro lado, se ha aproximado bastante en esos años a ganar su guerra política contra Israel tanto como Israel ha vencido siempre en la guerra militar.

Y de esas dos realidades que se cancelan: una victoria militar israelí insuficiente, y un derecho político palestino reconocido mundialmente a tener su propio Estado, forman la base de un posible acuerdo: paz por territorios, que en los años ochenta aún había, sin embargo, de aguardar que llegara su hora. Una nueva conmoción internacional hizo que se desencadenara el eventual desenlace. La autofumigación de la Unión Soviética dejaba solo a Estados Unidos como patrón de ambos contendientes. Y eso, unido a la debilidad extrema de la OLP, tras la derrota de Sadam Husein en la guerra del Golfo en 1991; la lasitud de la propia sociedad israelí, devorada por las termitas de la revuelta popular en Cisjordania; el agotamiento económico de Arabia Saudí, financiero de batallas ajenas, con la bajamar del precio del petróleo, acababan por llevar a la firma de un proyecto de paz en Washingon el 13 de septiembre de 1993, bajo la mirada de un Bill Clinton hasta sorprendido de verse a la cabeza de la ceremonia que ansiaron presidir tantos de sus predecesores.

El pueblo israelí se embarcaría en la batalla de la paz con justificada aprensión, dudas a punto de explotar e ideas muy poco claras de cuánta tierra y cuánta independencia palestina había que abonar para convertirse en un Estado como los demás, aquel que no debiera vivir exclusivamente de la guerra. Fue el triunfo de la línea Rabín-Peres, que cumpliría sus propios acuerdos con parsimonia, pero que lograba evitar la ruptura con Yasir Arafat, por la imagen de obvia decencia que transmitía el general-primer ministro, y las seguridades que su segundo, Peres, sabía susurrar al oído del atribulado líder palestino.

Pero todo ello cambiaría cuando en mayo de 1996 ganó las elecciones un judío del otro campo, Bejamín Netanyahu, al que la opinión entregaba el poder por el suspiro de un voto para que hiciera, por fin, la paz, pero, sobre todo, para que acabara con una inseguridad que causaba más muertes por atentado que cuando se vivía en guerra declarada.

Cualquiera que sea el juicio que nos merezca el líder nacionalista de Israel, hay que convenir hoy en que su paz pasa por la reinterpretación del espíritu de los acuerdos de Oslo. Retirada, la menor posible; reconocimiento de la estatalidad palestina en parches de Cisjordania y Gaza, plagada de fórmulas de retracto; garantías militares para Israel y sus colonos, tantas como pueda procurarse un Estado armado hasta los dientes.

Ésa es la razón de que el desenlace todavía se esté escribiendo y que pueda durar alguna que otra estación en el camino, con Estados Unidos, por añadidura, escorado a no molestar nunca suficientemente a cualquier jefe de Gobierno de Israel.

Al medio siglo, el Estado sionista es el producto de una conjunción de astros, muchos de ellos inducidos por un tiempo que llenan por dos guerras mundiales y un genocidio. Pero, aún así, hay quien ve complicada la normalización plena del país hebreo. Porque si un día el movimiento de Herzl lograra sus absolutos objetivos, agruparía a los judíos del mundo entero en una sola tierra. ¿Y qué haríamos los demás, a solas, sin judíos?

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