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Tribuna
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Bajo su clara sombra

Juan Villoro

La muerte de Octavio Paz equivale a la caída de una civilización. Enamorado de las modernidades de todos los tiempos, el poeta y ensayista encontró estímulos en el arte tántrico , las mitologías prehispánicas, el expresionismo abstracto, la noche de los surrealistas, la doble quemadura del erotismo, los temas numerosos que se ordenan en su obra al modo de una galaxia en perpetua expansión. A su irregateable singularidad le debemos una temprana vindicación de Luis Buñuel, un ensayo inaugural sobre los hongos alucinantes, el premonitorio cuestionamiento del paraíso socialista. En 1966 se adelantó a MTV y propuso que Blanco se convirtiera en un vídeoclip poético; como tantas de sus ideas, ésta fue entendida dos décadas después. Su pasión por la crítica y la ruptura estética lo convirtió en un ensayista digno de su Aries zodiacal. En el virreinato o en Chiapas, en un soneto o una pintura, Paz encontró motivos de polémica. Con frecuencia, los asustadizos enemigos de la originalidad dijeron que su obra era «difícil» y «elitista»; sin embargo, las palabras del poeta no sólo circularon en el fino éter de la academia: en su célebre entrevista en Rolling Stone, Bob Dylan discute su poesía, Alain Tanner lo cita en Jonás y Mastroianni lo recita en una de sus últimas películas. Uno de los rasgos centrales de su carácter fue la generosa disposición a dejarse afectar por las ideas de los demás. El poeta seguía con idéntico interés una hoja parroquial de provincia que el Washington Post. Lo que se publicara ahí sobre un asunto de su competencia, lo afectaba como si su destino dependiera de esa nota: nada apaciguaba sus deseos de tener razón. En un texto memorable sobre la guerra civil española, Paz narra la principal lección de esas jornadas. Cerca del frente de batalla, escuchó la maniobras de los franquistas. De repente, oyó risas, palabras sueltas. El poeta entendió, por primera vez y para siempre, que el enemigo tiene voz humana. No es casual que gran parte de su obra sea un tenso diálogo con voces discordantes («los otros todos que nosotros somos», escribiría en un luminoso endecasílabo).

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El sol de Octavio Paz

Paz recusó el ideario socialista pero fue un sostenido y estimulante interlocutor de las izquierdas. Crítico del PRI y del Gobierno mexicano (al que bautizó en forma indeleble como el «ogro filantrópico»), se opuso a las intolerancias de cualquier signo. Celebró la caída del muro de Berlín pero no levantó un altar en el templo del consumo. Enemigo de la guerrilla como vía política, aceptó discutir con el subcomandante Marcos y destacó que su lucha era un triunfo del lenguaje y que el personaje de Durito pertenecía a la andariega tradición de la caballería.

Cuando me hice cargo de La Jornada Semanal, en 1995, mi primer dilema fue el trato con Paz. Nos habíamos encontrado en un par de mesas redondas y compartíamos el fervor por Lichtenberg, el ilustrado alemán que escribió: «Un libro es como un espejo: si un mono se asoma a él, no puede ver reflejado a un apóstol». También, me había reprochado que mi admiración por Julio Cortázar estuviera teñida de «infatuación izquierdista». ¿Cómo demostrarle al caudaloso Paz que quien le hablaba pertenecía, si no al gremio de los apóstoles, por lo menos a la subespecie de los monos gramáticos? Alejandro Rossi, amigo fidelísimo de Paz, me dio un consejo de hierro: «Búscalo tú, no aceptes intermediarios». En la cortesana vida mexicana, a veces conviene que alguien deposite una palabra en tu favor. Como siempre, Rossi estuvo en lo cierto. El Nobel no tenía fax, ni secretaria, ni sistemas de protocolos o antesalas. Desde la guerra de España, quería oír todas las voces. En una ocasión, supo que preparábamos un número sobre Artaud y nos habló a última hora. ¿Nos interesaba un texto suyo? Su colaboración provocó tanta alegría como histeria: era demasiado larga para un número ya cerrado. «¿Qué hacer?», nos preguntamos con espanto (citando, para colmo, un título de Lenin). No quedaba más remedio que visitar al león en sus dominios. Paz me recibió como si no tuviera otra cosa que hacer. Una vez más comprobé su gusto por ampliar cualquier discusión de trámite hasta hacerla satisfactoriamente literaria. Hablamos de Valle-Inclán y Jünger. Luego sentí que debía justificar mi presencia y, quizá, tirarme por la ventana: su texto era muy largo. La misma frase había volcado a colaboradores bisoños a acusaciones de censura. Octavio Paz, me dijo: «Venga a la mesa». Durante una hora lo vi ajustar el texto, con una infatigable devoción por el oficio. «Aquí no importamos usted ni yo, importa la literatura». La disposición y el tino de Paz para borrar sus palabras fueron el complemento necesario de su obra; el riguroso silencio que se impuso para que sólo ardiera su voz genuina.

Cuando Borges visitó México, le preguntó a Paz cómo era el sabor del agua de chía que Ramón López Velarde mencionaba en La suave patria.

-Sabe a tierra -respondió Octavio Paz.

En este diálogo veloz, la bebida es un país, el barro del principio y el fin, el territorio de la invención poética.

El mayor de nosostros está en su patria elemental y duradera. Sus palabras son la tierra.

Juan Villoro es novelista y periodista mexicano.

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