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Encarcelar el problema

Andrés Ortega

En 1971, tras unos años de estabilidad en estas cifras, había en las prisiones estatales y federales de EE UU 200.000 presos. A mediados de 1997, según los últimos datos publicados en enero pasado por la Oficina Estadística de Justicia, eran más de 1,7 millones las personas en la cárceles de ese país: 1,2 millones en los centros federales y estatales y 637.000 en las prisiones locales. Si se suman las personas en libertad vigilada o condicional, se superan los 5,5 millones. En relación a la población, el número de presos se ha multiplicado por cuatro en este periodo: 645 por cada 100.000, una proporción sólo comparable a la de Rusia, pero siete veces superior a la de Europa occidental, donde también este fenómeno ha crecido, si bien desigualmente y de forma mucho más moderada. Aún hay sitio para más en EE UU: el número de camas también ha aumentado y las cárceles están un 3% por debajo de su nivel de ocupación máxima. En los últimos treinta años, la política carcelaria ha tomado en buena parte las veces de la política social en Estados. Unidos, como estima el sociólogo y criminólogo Elliot Currie en su reciente libro Crime and punishment in America (Crimen y castigo en América). Tejas, con sus 18 millones de habitantes, tiene la misma población reclusa que Alemania con 80 millones de ciudadanos. California, indica Currie, gasta más en su política carcelaria que en educación superior pública, y uno de cada seis empleados de ese Estado federado trabaja en el sistema de prisiones. Allí, explica Currie, hay tantos negros matriculados en prisión como en universidades o institutos públicos.

No sólo los negros son los afectados por este colosal experimento; también los hispanos, cuyo número de presos. se ha multiplicado por cinco desde 1980. Tampoco esa otra minoría, como se la llama a veces, la de las mujeres, escapa a estas tendencias. Pues si en 1970 eran 5.600 las mujeres encarceladas, en 1996 eran 75.000. Y según Currie, de seguir las cosas así, para el 2010 habrá más mujeres en las cárceles de EE UU que presos de ambos sexos cuatro décadas antes. Ya desde. 1980 la tasa de encarcelamiento de mujeres negras supera a la de los hombres blancos.

Muchas razones pueden contrarse para lo que el sociólogo Loïc Wacquant llamó el ascenso del "Estado penal" en estas mismas páginas. Currie cita la mayor tasa de crímenes en Estados Unidos y, como primer factor, la lucha contra las drogas. También se añade el endurecimiento y alargamiento de las penas impuestas por los tribunales incluso ante delitos no violentos. En este fenómeno general no cabe olvidar el regreso con fuerza de la pena de muerte en EE UU (el único aspecto de esta crónica en el que las estadísticas de los blancos ejecutados superan ampliamente a las de los negros).

Currie y otros consideran que el ascenso de este Estado penal se debe primariamente a la insuficiencia de las políticas sociales. La política carcelaria ha tomado las veces de las políticas de redistribución de rentas -este periodo ha coincidido con un marcado aumento de la desigualdad-, de educación, de tratamiento de la drogadicción o incluso de los enfermos mentales en centros públicos. El número de presos puede incluso llegar a falsear, aunque sólo en parte, el alto nivel de empleo en EE UU. Uno de los objetivos del libro de Currie es hacer propuestas alternativas y brindar ejemplos de programas sociales que pudieran evitar o paliar este, gran experimento.

Los índices de criminalidad por violencia y robos han disminuido en los últimos anos, pero son más altos que en 1984. Esta reducción ha sido además muy desigual por regiones, ciudades o capas sociales. Ha crecido la violencia juvenil, y en 1996, un joven negro, entre 15 y 24 años, tenía 26 veces más posibilidades de morir violentamente que un francés de su misma edad. El intento de meter entre rejas el problema de la criminalidad parece haber fracasado. Invertir en cárceles en vez de en gasto social no es la solución. Pero es lo que los votantes estadounidenses han parecido preferir a lo largo de tantos años.

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