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Reportaje:PLAZA MENOR: ARGÜELLES

Exilios, expolios y demoliciones

No tiene nombre, ni título de plaza, este ensanchamiento de la calle de la Princesa, pero tiene apellido, el mismo de su barrio, desde que hace unos años colocaron en él la discreta y burguesa estatua de don Agustín Argüelles, recuperada del ostracismo, de vuelta de un destierro tan largo como inmerecido en los almacenes municipales donde hacen cola otros espectros de nuestra ajetreada historia.Aquí, la sombra del exilio amenaza por igual a los hombres y a las estatuas, como sabe muy bien el retornado, que sufrió, en la vida y en la piedra, injusta y doble condena. Diputado en las Cortes de Cádiz, el asturiano Argüelles fue deportado a Ceuta por el incorregible Fernando VII, oprobio que debió reparar años más tarde cuando fue designado tutor de su hija primogénita, Isabel, durante la regencia de Espartero.

A la vista de los resultados de su tutoría, caben ciertas dudas sobre la capacidad de don Agustín como ecucador pero es forzoso reconocer que la niña Isabel nació tan incorregible como su progenitor, del que heredó sus descontrolados apetitos, aunque, para alivio de sus súbditos, diese primacía a los asuntos de alcoba sobre los de Estado. Al cabo del tiempo, la real pupila, entronizada ya como reina de España con el nombre de Isabel II, terminaría por probar la amarga medicina del exilio y el antídoto del retorno.

Madrid le dedicó algo más que una calle, que una plaza, a don Agustín Argüelles, al que tanto debe: le adjudicó todo un barrio, un barrio que nació de su iniciativa y sus desvelos, y una estación de metro. Con la entusiasta colaboración de Martín de los Heros, intendente de la Casa Real, amigo del alma, admirador ferviente y compañero de ideas y de piso, Argüelles emprendió acertadas reformas en las plazas de la Armería de Palacio y en la de Oriente; restauró el abandonado parterre del parque del Retiro y los viveros de la Casa de Campo, y repobló ambas superficies con miles de árboles.

La estatua de Argüelles, también restaurada y rehabilitada, preside este problemático cruce de caminos, erguida sobre la embocadura de un paso subterráneo. Desde su pedestal, el ilustrado prócer vigila los vaivenes del tráfico como un severo e inmutable guardia urbano del que emana un aura de autoridad. La efigie mira hacia la plaza de España, quizá para no ver los estragos que la codicia inmobiliaria produjo en el corazón de su dominio.

El menestral y recoleto barrio de Pozas, pese a la numantina resistencia del recordado Lauro Olmo, protagonista a su pesar de un drama que no había escrito, cayó bajo la piqueta un aciago día, más que mediada la década de los sesenta. En una salvaje operación especulativa y quirúrgica se extirpó de cuajo este entrañable enclave, condenado a muerte por su inmejorable situación en el plano de la villa, sobre cuyos solares se levantaron flamantes torres, centros comerciales y modernos hoteles. A los vecinos de Pozas les mandaron a un exilio sin retorno posible.

No es el único, ni el último desmán que don Agustín podría contemplar por el rabillo del ojo. A su derecha, un búnker gris ocupa el lugar de la iglesia del Buen Suceso y del antiguo hospital de Aviación. A Nuestra Señora del Buen Suceso le han dado un trato muy poco acorde con su advocación. La milagrosa imagen ha ido dando tumbos de un sitio a otro desde que fuera descubierta en un humilladero de la sierra por dos frailes extraviados en una noche de tormenta, a los que sirvió de salvación y guía. La efigie viajó primero de Valencia a Roma para ser bendecida por el pontífice y luego recaló en un convento y hospital de la Puerta del Sol, donde la devoción de los fieles madrileños forzó su traslado desde una capilla lateral al altar mayor. Tras la demolición del santuario, en 1867, la ajetreada Virgen fue trasladada a un nuevo emplazamiento para su uso exclusivo con primor y esmero.

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En su Guía de Madrid, publicada en 1876, Ángel Fernández de los Ríos incluye una detallada y elogiosa descripción del edificio, del que destaca la armonía de sus proporciones, la sobriedad de su decoración y la esbeltez de su campanil. Años más tarde, otro cronista insobornable, Pedro de Répide, resaltará su gallarda y elegante traza y definirá su estilo como una mezcla de gótico y bizantino. Pero no hay elogios que valgan frente a los especuladores.

La nueva iglesia del Buen Suceso no cumplió el siglo y fue demolida en aras del progreso inmobiliario, con la complicidad de la autoridad municipal y el beneplácito de las jerarquías eclesiástica y militar, responsables del templo y del hospital, que culminaron una lucrativa operación efectuada a costa de la degradación del paisaje urbano y a espaldas de los amedrentados ciudadanos.

La asendereada imagen de Nuestra Señora del Buen Suceso se ha parapetado por fin en los bajos del búnker, donde una escueta cruz y un discreto rótulo, que se confunde con la publicidad de su entorno, señalan la presencia de la sucursal eclesiástica emparedada entre los templos de los mercaderes.

La proximidad de la Ciudad Universitaria y el auge comercial de la zona dotan a esta en crucijada de animación y colorido. Poco a poco van cerrando las tabernas y multiplicándose las boutiques de ropa y de diseño. A pocos metros de los lujosos comercios, un anciano se encorva soplando y resoplando sobre una armónica dorada. Al lado, un coetáneo igualmente animoso ofrece su prodigioso invento, artísticos globos con cabeza y cresta de gallina.

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