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Crítica:TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Treinta

¡El tamaño, Dios mío, el tamaño! Es una de las más dramáticas obsesiones del equívoco sexual en que vive el mundo de Occidente: desde hace siglos. El tamaño de la cosa: ahora se dice el pene, porque al entrar en la conversación normal y cotidiana se ha recuperado la palabra culta, la que se da en clase, la de los libros de anatomía. Pene, del latín penis, y ésta de otra forma anterior, más culta, penículus. No confundir con el diminutivo, penicillus (del cual, la penicilina). Rabo; pincel.Penetrar: de pene y entrar. La obra de Molina Foix arranca de ahí: las dos menorcitas hablan de cómo son frecuentemente penetradas, del tamaño de la cosa. Treinta centímetros: cuando dicen esta medida, se comprende rápidamente que es una obra de imaginación, de fantasía. La obsesión del tamaño: los sexólogos, los psicoterapeutas, los internistas, las mujeres de mundo, dicen siempre que no tiene importancia, que todo es una cuestión de ajuste, de elasticidad femenina, y lo dicen en vano, porque la obsesión mutua por el tamaño no cesa nunca. Ha hecho muchas vidas tontamente desgraciadas. Esta obra es también obsesiva: la palabra treinta se repite a lo largo de toda ella, para aludir a mensuraciones muy distintas: pero relacionándolo todo en el inconsciente. Las 'armas cortas' del título se refiere a esa clase de lo que se llama también arma: "Está bien armado", se dice a veces de un galán.

Seis armas cortas

Seis armas cortas, de Vicente Molina Foix. Intérpretes: Sonia Almarcha, Vicente Ayala, Sergio Cappa, Lilian Caro, Eva Higueras, Eleazar Ortiz, Marián Sánchez Otero. Espacio escénico: Pep Durán. Vestuario: Javier Chavarría. Música y dirección: Adrián Daumas. Madrid, Teatro del Círculo de Bellas Artes.

Obsesión y pensamiento

Claro que la obra es mucho más que eso. En principio, la forman seis diálogos; parten, digo, de las menorcitas y llegan a la vejez: a la meditación sobre el fin y el principio, a una lírica, a una metafísica; y una escatología (en el sentido filosófico). Quizá los personajes del principio son los mismos del final; no hay necesidad de que quede claro si las parejas caducas imaginan su niñez, o si es la niña la que imagina lo que va a ser de ella con el tiempo; escénicamente, es posible que todo sea simultáneo. Me pregunté a mí mismo si este final hondo, melancólico y clásico está puesto solamente para justificar la procacidad del principio, para que el autor no se sintiera demasiado descubierto con sus obsesiones sexuales personales; o si, por el contrario, las breves escenas de muerte, el par de desnudos masculinos, el crimen y el sexo no tienen más sentido que el de recubrir la verdadera obra de pensamiento con la que culmina, y por sí sola no podría sostener una representación teatral con público. Desde que se inventó la "obra abierta", el espectador o el lector no tienen por qué atribuir al autor una intención clásica de "exposición, nudo y desenlace": interesa o no interesa. A mí, esta obra me interesa: a mí y a las dieciocho o veinte personas que la vimos el sábado, lo cual es evidentemente injusto, dada la calidad de la obra y su atractivo. Y la de su director, y su escenógrafo, que han compuesto un armazón de armarios como cápsulas desde cuyas soledades salen o nacen o entran los personajes; o de los actores y actrices (inútil decir que, frente al símbolo fálico continuo, el continuo armario o caja o receptáculo es un conocido símbolo vaginal). Jóvenes y bellos. No digo que éstas sean condiciones esenciales para la profesión, pero en esta obra pansexual no son secundarias, y las siete figuras, que dicen bien sus textos y se mueven con soltura en el escenario, tienen también esa gracia.

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