El progreso
Un médico llamado Starling paseaba una mañana de 1905 por el campo, cuando observó en lo alto de un árbol una luz a la que se acercó con cautela. "No temas", dijo una voz procedente del resplandor. "¿Quién eres?", preguntó Starling. "Soy una hormona", respondió la voz. "¿Y qué es una hormona?". "Una sustancia de naturaleza proteica o esteroide que determina la morfología y el metabolismo del cuerpo, los caracteres sexuales y todo cuanto seas capaz de imaginar". Starling anunció la buena nueva a la comunidad científica y en poco tiempo florecieron los templos o laboratorios dedicados al culto, no ya de la hormona en general, sino de la testosterona, el estrógeno y otros fluidos glandulares a quienes el fervor endocrino erigió altares por doquier.Durante mucho tiempo se creyó que para combatir cualquier insuficiencia bastaba con hacer rogativas a la hormona correspondiente. Fueron días de exaltación linfática, de fe en la hipófisis y demás ganglios productores de sustancias proteicas. Los médicos juraban que el hallazgo significaría el control de la vejez, del número de dedos, del color de la piel y del carácter. Entonces apareció el anticristo de la hormona, que no es otro que el gen. Algunos profetas lo habían anunciado: "La genética os confundirá con sus milagros; tomará una oveja y la duplicará, y una gallina, y la desdoblará. Se descubrirá el gen de la tos y el de la tristeza y el del nacionalismo vasco. A todos ellos se erigirán templos del tamaño de las antiguas catedrales, en los que los gobiernos invertirán miles de millones del presupuesto nacional".
Así fue. De hecho, las hormonas devinieron en piezas de bricolaje sexual para sectores marginales: el progreso va cambiando unos dioses por otros.
Lo que hace falta es que sea para bien.
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