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Langostas, vitaminas y una tortuga

Ayer tarde, cuando el hijo del velador se disponía a darle machetazo de altura a unos cocos, zas-zas, "para que tomen sabroso", dos pescadores jóvenes, ofreciendo langostas, se asomaron primero y enseguida pasaron al mirador total de la sola mansión ahora habitada en la playa mexicana de Buena Vista, después de Pantla, a orillas de un Pacífico bramador y lunático, sin un alma visible fuera de esta palapa, qué onda. Se dice pronto, ¿verdad? Los propios pescadores, respetuosos, permitieron que la conversación siguiera su destino: "Oye, Felipe, ¿por qué traes un machete de doble filo?" A veces se habla así. Y así obtuvo el curioso otro así, tictac intemporal y a toda leche: "Para rebanar al ir y al volver, señor".En fin, langostas ya teníamos, que nos las trajo Heraclio al mediodía, pero les dijimos que bueno, que claro que podían sentarse a descansar un rato, por supuesto que sí. No quisieron asientos cómodos, sino dos sillones de plástico de color rosa-carne de niño europeo chico; yo me figuro que para no manchar. Así que, tontamente, fumamos y bebimos de lo que pudimos, siempre de todo hablando poco. Mazapanes toledanos, en cambio, no quedaba ni uno y, desde el desayuno, lo sabíamos: "Pues lo siento, muchachos, pero estuve temprano en el pueblo y me dijeron que aquí no tiene nadie pan dulce".

El arquitecto, rápido en zarzuela, se labró este coro atinado sobre la marcha, tan real, a la que detuvo en un vilo: "¡Qué tragedia más horrorosa para nuestros invitados españoles!" Otro así que lo era, a ciencia cierta. Sí, pero nadie va a un mar para ti solo, "habrá unos 10 kilómetros", a sostener penosas certidumbres científicas (y eso por muy goloso que uno sea a la sombra de los naturales portentos), sino más bien a socavarse, a compartir bebida, silencio y humo con dos jóvenes pescadores, pongamos nuevamente por caso, hasta que éstos se marcharon tambaleándose con todo y sus langostas ya muy calmadas para como vinieron.

"¿Quieren otro coco?" Ni tiempo para responder. Porque fue entonces cuando apareció una niña a punto de cumplir 12 años ("en el mes de mayo, si Dios quiere") y que tiene un papá, y señala a lo lejos, que "tiembla en aquel barco". Lleva blusa, falda y sandalias de color verde, de unos verdes más o menos iguales, casi como la piel del aguacate. En su lengua -que no es indígena ni, en propiedad, nuestra tampoco- vino a contar que su maestra es una güera tirando a malosa, "que no sabe baila", aunque reconociera también que le enseña unas cosas de veras importantes. Por ejemplo, fíjese, ella misma, "me llamo Eulalia", pensaba aún no hace mucho que las vitaminas combatían la gripa, catarro en generala, a fuerza de matar en el hueco de la garganta, a base de limón exprimido, ¿me sigue alguien?, a esos bichitos invisibles que en ocasiones se nos meten por la boca "para ponernos requetemal el alma, ¡caray!" Tragamos, a duras penas, saliva.

Y ella va a más, porque, al revés que otros, se explica. O sea, añade, como cuando su mamacita mete nopales en el agua bien fría y los bendice con el veneno de un choro de vinagre, para que se mueran de asco las alimañas superenanas, que, al hervir, ya cadáveres, sueltan baba espumosa del antiguo coraje. Total, que su maestra le enseñó que eso no, que las vitaminas son meras defensas, algo previo al ataque de los conquistadores, "como los repelentes para los moscos". De ahí que Eulalia, en su lengua, parezca que ya todo lo tiene muy previsto. Pero no avisa.

Llegué incluso a dudar de su propia existencia, ¡verde aguacate!, pues desapareció de repente, saltando de la hamaca rojiza a la negruzca nada, concluyendo yo a medias en ese instante que el humo y la bebida algo tendrían que ver con lo acabado de ver y oír en esta playa solitaria del Pacífico, a la que hoy ni siquiera vinieron los policías: "¿Qué les pasó?" Sin embargo, minutos después, Eulalia reapareció, verde fosforescente, al lado de la alberca iluminada; saludó en nuestra dirección con las manos, se sentó en una piedra y se puso a cantar: "Atención todos, van a escuchar, / la triste historia voy a cantar / de la tortuga que un día fue al mar, / puso sus huevos en un costal..." Los perros de don Pancho, el velador con rifle, ladran entusiasmados. Pero Eulalia, ajena a los bramidos y a los ladridos, prosigue con su canto la víspera de bodas. Nos sorprende bastante que una muchacha de Zihuatanejo reproduzca con fluidez, en determinados pasajes, las palabras que sólo se dicen por el lado de Juchitán: "Vivi gugüini tan sicarum / marusin pañaca me que tapún". Y luego se esfumaron niña y canción al tiempo que los perros dejaban de ladrar. Momentos antes de acostarse, alguien lo comentaba así: "¡Joder, lo que nos faltaba! Además de marco incomparable, ¡realismo mágico!" Como si yo tuviera la culpa.

"¿Echan de menos el pan dulce? Por favor, aquí no digan bollo..." Ahora, ante un plato de huevos a la mexicana, vuelvo a pensar que todo fue delirio: noche, niña y canción. Hasta que, al ir a levantarme de la silla para alcanzar una charola con mangos y papayas ("¿quién se comió las mandarinas?"), la cineasta grita: "¡Cuidado! ¿Pero quién me metió esta tortuga en casa?" Y nadie le responde. Felipe, que acaba de desearnos buen día, se pone a barrer la gran terraza de la mansión. Como siempre que entra, va descalzo. Pero esta mañana, mientras barre la arena, no camina sin más. Da saltitos, parecidos a los brincos chinelos que, hace sólo unos días, daban en Tepoztlán las comparsas durante el carnaval. Y me acuerdo, ya ves, de que hay allí unos grillos, de color verde tierno, a los que llaman "esperanzas", tal cual, los bravos y rebeldes tepoztecos.

"No, señor, por aquí no los vi", asegura Felipe sin dejar de brincar al barrer. El arquitecto horada el cebollazo matutino, eco del de ayer noche: "¿Y, entonces, no extrañaron el pan dulce? ¡Qué bueno!".

¡Yujui, qué tos tengo!

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