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Discutir sin arrear

La democracia es imposible sin los partidos, pero por fortuna no se reduce a lo que los partidos hacen. Si así fuera, sería cierto que, como dijo Rousseau, somos libres sólo una vez cada cuatro años y esclavos durante el resto del tiempo. La organización democrática del poder estriba sustancialmente en la posibilidad que, de tiempo en tiempo, se nos ofrece a los ciudadanos de optar entre las ofertas que nos hacen esas empresas especializadas en la gobernación que son los partidos políticos, pero, para que esa posibilidad se mantenga abierta y tenga sentido, es indispensable que exista un debate permanente y libre sobre los asuntos públicos. Cosa nada fácil, porque son muchas las amenazas. Las de la fuerza, desde luego, pero también, de manera más insidiosa, la que nace de dos fuerzas convergentes: el interés de los partidos en monopolizar el uso de ese "espacio público" y la abúlica propensión de los ciudadanos a cedérselo. En la reciente peripecia de la propuesta Ardanza, la primera de esas fuerzas ha actuado de manera clara y más de un partido ha lamentado lo que, Dios sabe por qué, se califica de filtración. Por fortuna, sin embargo, no la segunda, gracias a lo cual se habló del tema antes de la reunión de la Mesa de Ajuria Enea, y se sigue hablando de él después de producido el anunciado fracaso (que tal vez no se deba, como el señor Redondo afirma, al hecho de que los partidos no hayan estado a la altura de las circunstancias, aunque sea innegable que él en concreto ha volado muy bajo). Y es bueno que así sea, porque esa propuesta, a falta de otros méritos, tiene el de ofrecer una excelente ocasión para entablar en serio un diálogo que hasta ahora no se ha querido nunca abordar.No hay que detenerse por ello en la crítica del uso que la propuesta hace de eufemismos, distinciones puramente semánticas y expresiones contradictorias. Claro que la expresión recurrente de "horizonte final" es un oxímoron, porque lo propio del horizonte es ser inalcanzable, desplazarse con el observador, pero lo que importa no es el uso lingüístico, sino la causa que lo determina y el efecto que produce. Hablar de horizonte y o de meta u objetivo final, ex-cusa de la necesidad de precisar cuáles sean aquélla o éste, pero lo importante es este deseo, tal vez inconsciente, de eludir los problemas, no el modo de lograrlo.

Tampoco vale la pena obstinarse en evidenciar las muchas contradicciones. La más obvia de éstas es la que se da entre el deseo expreso (y seguramente sincero) de no negociar con ETA y el reconocimiento de esa organización como señora de la negociación, cuyo inicio se hace depender de una condición que sólo ella ha de cumplir y puede culminar sólo en cuanto no vuelva a matar. No está claro qué es lo que en la propuesta se entiende por consenso, pero sí es absolutamente evidente que sin ETA no hay consenso posible. Por lo demás, es inevitable que, se diga como se diga, si el objetivo perseguido es el de que ETA deje de matar, ha de ser ETA quien diga la última palabra. Esta condición viene, sin embargo, de una raíz menos aparente, pero más honda, culta tras el generalizado deseo de paz, y es a la raíz adonde hay que ir para continuar el diálogo que Ardanza ha iniciado.

El terrorismo mantiene en vilo toda nuestra vida pública y la amenaza sobre muchas vidas privadas. En el País Vasco y fuera de él. Para todos (incluso, quiero pensar, para muchos de quienes lo practican), acabar con el terrorismo es la finalidad más deseada, la más urgente. Su deseabilidad y su urgencia no deben llevar sin embargo a simplificar la visión de la realidad, como si en ésta no hubiera otros enfrentamientos que el que opone a pacíficos y violentos, o éste no estuviera estrechamente relacionado con otros que sin embargo no se confunden con él. En el texto de Ardanza se nos dice que "el núcleo del problema no está... en una confrontación Estado-Euskadi, sino... en la contraposición de posiciones vascas sobre lo que somos y queremos ser (también en relación a España, por supuesto)". Pero, si ésa es la cuesitón central y la violencia sólo un lamentable subproducto de esta contraposición, ¿por qué bordar su análisis y su solución sólo como un camino para acabar con la violencia y por eso, inevitablemente, sometiéndose de antemano a la decisión última de quienes "arrean", es decir, pegan tiros y colocan explosivos, matan y secuestran? Porque, una de dos: o la violencia se da sólo porque existe la contraposición, o es la violencia la que la crea. Si lo primero, el término de la contraposición se ha de buscar sin condicionar el diálogo a la voluntad de los violentos, que no son causa, sino efecto. Si lo segundo, el análisis es falso; es la violencia la que engendra la contraposición y en consecuencia es contra la violencia directamente contra la que hay que luchar, con los medios propios de un Estado de derecho, sin incentivos ni zarandajas.

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Y no parece que el análisis sea falso. A partir de las continuas declaraciones de los máximos exponentes del nacionalismo vasco y de sus inequívocas tomas de posición, no es aventurado afirmar que ellos seguirían siendo nacionalistas aunque ETA no existiera. Seguramente no es su nacionalismo el que la ha creado, sino otro, pero si la única diferencia entre ambos estriba en los medios, se comprenderá que los no nacionalistas, especialmente los vascos no nacionalistas, puedan sospechar que, sean cuales fueren los sentimientos subjetivos de los nacionalistas pacíficos, objetivamente sus esfuerzos convergen con los de los otros, que "discutir" y "arrear" no son sino dos caminos distintos para llegar al mismo fin. Se haya dicho o no, que es cosa que importa menos. No es por eso la diferencia ética la que hay que poner de manifiesto, sino la coincidencia o disidencia política. No pararse en los métodos, sino discutir las metas. Y hacerlo con claridad, con rigor y entrando en los detalles. Sin sustituir el razonamiento lógico con efusiones líricas o trucos de prestidigitación. Sin intentar restablecer un "pacto con la Corona" que, si existió alguna vez, no puede ser restablecido por la buena y simple razón de que la Corona soberana dejó de existir hace mucho tiempo. Sin pretender que la cláusula constitucional que prevé que la actualización de los derechos históricos se hará "en el marco de la Constitución" es precisamente la puerta que permite salir de ese marco. Sin afirmar que se acepta el estatuto, pero no la Constitución que lo hace posible. Sin llegar, en fin, a la estupenda idea, recientemente insinuada en este mismo periódico, de que la lealtad a la

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Constitución es patrimonio de quienes se resisten a aceptar el principio que la propia Constitución enuncia como su base.

Mientras esa clarificación no se produzca, no sabremos con certeza si lo que separa a los nacionalistas pacíficos de los vascos que no cuestionan su condición de españoles es simplemente un modo distinto de entender la autonomía, o es, por el contrario, su negativa rotunda a aceptar tal condición. Si lo que quieren es la autonomía o la independencia. Si lo primero, qué es lo que definitivamente echan de menos en la que ahora tienen; si lo segundo, cuál es la suerte que, de conseguirla, reservan a quienes serían independientes sólo a su pesar. Es evidente que esta clarificación tiene, además de eventuales costos electorales para quienes hasta ahora la han eludido, no pocos riesgos. Para la sociedad vasca, no, seguramente, el de añadir una más a las divisiones ya existentes, pero sí el de ahondar, en un supuesto, la que ya existe entre pacíficos y violentos, o, en el otro, la que separa a los nacionalistas de los que no lo son. Para las relaciones entre el nacionalismo y el resto de los partidos españoles, "con representación vasca" o sin ella, una mayor distancia que, entre otras cosas, pondría en cuestión la legitimidad de los pactos hoy existentes. Sin esa clarificación no será posible, sin embargo, salir de la penosa situación actual, y si antes o después se ha de llegar a ella, y no parece que sea posible evitarla, mejor antes que después.

Francisco Rubio Llorente es catedrático de Derecho Constitucional.

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