La vejez intranquila
El general Augusto Pinochet, exdictador chileno entre 1973 y 1990, no está disfrutando de la tranquila vejez, como senador vitalicio de la democracia, que había cuidadosamente preparado mediante la Constitución que hizo dar antes de dejar el poder. Un juez de la Corte de Apelaciones de Santiago ha acogido una querella criminal contra él por genocidio, presentada por el Partido Comunista -cuya presidenta, Gladys Marín, perdió a su marido durante la dictadura-; cinco diputados de la Democracia Cristiana, principal partido de gobierno, presentaron una acusación constitucional para impedir que se incorpore a la Cámara Alta, y, en reciente debate sobre su régimen, la Cámara de Diputados aprobó una declaración de "rechazo y repudio" contra el general. El tácito pacto de olvido -borrón y cuenta nueva- que facilitó la transición chilena a la legalidad, luego de 17 años de régimen de facto, parece haberse roto. Ahora también en Chile se enjuicia abiertamente a la dictadura que liquidó a sangre y fuego el Gobierno legítimo de Salvador Allende, se le enrostran los 3.197 asesinados o desaparecidos, los miles de exiliados, la institucionalización de la tortura, y haber interrumpido, mediante un acto de fuerza militar, una de las tradiciones democráticas y civiles más sólidas en América Latina. Y se manifiesta un creciente rechazo en la opinión pública a seguir aceptando las secuelas y reverberaciones de la dictadura -como la de los ocho senadores designados por la Constitución de Pinochet-, que dan un semblante notoriamente imperfecto a la democracia chilena actual. Sin embargo, a diferencia de lo ocurrido con todas las demás dictaduras militares que devastan la historia latinoamericana -la otra excepción es la de Perón, en Argentina-, y que terminaron en la impopularidad y el descrédito más absolutos, recordadas como lo que fueron, unos gobiernos de forajidos y ladrones, la de Pinochet tiene todavía, dentro y fuera de Chile, un considerable núcleo de partidarios, y su imagen, o los mitos y estereotipos a que ha dado origen, siguen planeando, como peligrosa amenaza, sobre el futuro político de América Latina. Sin ir más lejos, el ejemplo de Augusto Pinochet y su régimen fue el modelo que los militares peruanos tuvieron en mente para dar el golpe de 1992, cerrar el Congreso, y establecer desde entonces, utilizando a Fujimori (Chinochet lo apodaron sus hinchas) como fantoche civil para calmar a la comunidad internacional, un sistema de gobierno donde el poder real lo detentan las Fuerzas Armadas. En las últimas elecciones parlamentarias chilenas, celebradas a mediados de diciembre del año pasado, el Pacto Unión por Chile, integrado por dos partidos, la Unión Democrática Independiente (UDI) y Renovación Nacional (PRN), que reivindica la herencia de Pinochet, obtuvo el 36% de los votos. Aunque hubo un elevado porcentaje de votos blancos o nulos -17%-, aquel resultado indica que un tercio de los chilenos ven todavía con ojos favorables aquella dictadura cuyos abusos a los derechos humanos provocaron la condena del mundo entero. ¿Cómo se explica esta indecente popularidad? Por dos razones. Para muchos, aún está viva en la memoria la anarquía social y los desastres económicos -hiperinflación, nacionalizaciones, tomas de tierra, violentas confrontaciones- que generó la política socializante y estatista del gobierno de Salvador Allende y que esgrimió como justificación el levantamiento militar. Pero, sobre todo, las simpatías que aún despierta Pinochet se deben al desarrollo económico alcanzado por Chile en las últimas décadas, el más elevado y sostenido que haya tenido nunca un país latinoamericano, y la modernización social e institucional que ello ha impulsado. De este hecho cierto -una sociedad que hace tres lustros crece a promedios del 6 y 7%-, muchos han sacado esta conclusión falsa: que la manera más eficaz para salir del subdesarrollo es seguir el ejemplo de Pinochet. Semejante falacia no resiste un examen serio, pero ella es difícil de erradicar ya que se trata de un parti pris o acto de fe, no de un argumento racional. Por lo pronto, quienes sostienen dicha tesis olvidan que Chile ha crecido más, en el campo económico, desde que se restauró la democracia, que durante la dictadura. Por ejemplo, su desempleo actual, del 5%, es el más bajo de su historia. Lo que indica, de manera inequívoca, que este desarrollo no ha estado supeditado a un sistema autoritario, sino a una determinada política económica -de apertura de mercados, internacionalización y privatización de la economía-, no sólo compatible con la democracia, sino inconcebible fuera de ella, ya que sólo un régimen de legalidad y libertad puede garantizar aquella estabilidad jurídica que estimula el ahorro interno y las inversiones extranjeras. Si la dictadura militar fuera el camino más corto hacia el desarrollo, América Latina, con el rico prontuario de satrapías castrenses que la adornan, sería el continente de la modernidad. La verdad es que, con la única excepción del de Pinochet, que enrumbó al país por la buena senda económica, pero lo ensangrentó con horrendos crímenes y violaciones de los más elementales derechos ciudadanos, todos los otros regímenes autoritarios se caracterizaron por su corrupción e ineptitud, y empobrecieron bárbaramente a los países además de maltratar, asesinar y exiliar a sus opositores. El verdadero progreso no puede medirse sólo con estadísticas de crecimiento económico; si éste no va acompañado de, y apoyado en, similares avances en la educación, la salud, las oportunidades de trabajo, el acceso a la propiedad y el respeto de la ley, es un progreso ficticio y precario -como se comprueba en estos días en Asia, con el cataclismo que se ha abatido sobre aquellos otros modelos de "desarrollo con autoritarismo"- y puede desplomarse ante la menor crisis. Sólo un régimen de legalidad y libertad da a las políticas de mercado la legitimidad necesaria para perdurar, y, al mismo tiempo, impulsa el desarrollo social y cultural, sin el cual el progreso económico se convierte en el monopollo de una pequeña minoría de privilegiados. Por eso, los países más prósperos del mundo son, también, aquellos donde la democracia es más sólida. Lo sucedido en Chile entre 1973 y 1990 en el ámbito económico fue la excepción, no la regla, de lo que ha pasado siempre con las dictaduras militares. Estas siempre han hecho crecer el Estado y multiplicado el dirigismo estatal y las prácticas intervencionistas ("Gobernar el paísPasa a la página siguiente
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como si fuera un cuartel"). En Chile ocurrió lo contrario, pero no porque el general Augusto Pinochet, que, según confesión propia, nunca supo mucho de economía, fuera un seguidor de las doctrinas de Adam Smith, sino en desesperación de causa. La crisis económica había tocado fondo y el país parecía a punto de desintegrarse en el caos de la hiperinflación. Nadie, en el estamento militar golpista, sabía qué receta aplicar al enfermo agonizante. En estas circunstanclas, ofrecieron sus servicios los famosos "Chicago boys" y el dictador los dejó poner en práctica sus teorías. Ellos no hicieron otra cosa que aplicar a Chile las políticas que, matices más o menos, se aplicaban en Estados Unidos, Gran Bretaña y buen número de países occidentales, sin necesidad de llamar a los militares para que las respaldaran. El buen resultado que obtuvieron estas reformas económicas no justifica la dictadura; por el contrario, prueba que la libertad individual, no la coacción estatal, es también indispensable si se quiere alcanzar el desarrollo económico. Ésta es, por fortuna, la idea que parece haberse ido abriendo camino en el resto de América Latina, donde, con las excepciones de Cuba y Perú y, tal vez, de la Colombia desintegrada por el narcotráfico y la corrupción, el modelo que concita cada vez mayores consensos no es el 'pinochetista' de autoritarismo y mercado, sino el de democracia política con libertad económica.
Los partidarios de Pinochet, y él mismo, comparan su régimen, no con los silvestres despotismos latinoamericanos, sino con el de Franco, en España. En efecto, ambos tuvieron mucho en común: desde la afición ceremonial cívico -castrense -uniformes, desfiles, retórica patriotera y tradicionalista- que dio a ambos sistemas un semblante entre siniestro y kitsch, hasta su empeño de legitimarse mediante elaboradas operaciones legales y amarrar el futuro con Constituciones ad hoc. Franco y Pinochet se jactaron, por igual, de ser los salvadores de sus pueblos para -la tradición occidental y cristiana frente a las amenazas del comunismo ateo. Este argumento fue, desbaratado por la historia reciente: España y Chile están hoy, que son democracias liberales, más enraizados en la genuina cultura occidental, la de la libertad, el pluralismo y la tolerancia, que cuando eran dictaduras. Y tanto en España como en Chile, la Iglesia católica, que en un principió apoyó a aquéllas, terminó haciendo causa común con la oposición democrática y fue un factor decisivo para su desaparición.
La nostalgia y defensa de Pinochet, encubre, en verdad, una visión profundamente despectiva de los pueblos atrasados. La idea de que no son aptos para gobernarse a sí mismos ni capaces de salir por su propio esfuerzo del estado en que se encuentran. Que necesitan de un puñado de capataces viriles, o de un superhombre -Caudillo, Jefe Máximo, Compañero Jefe- armados de ideas y de buenos látigos, que decidan por ellos y, a golpes si hace falta, los arranquen de su indolencia y los arreen por el camino del progreso. La idea de que la democracia es un lujo de pueblos ricos y cultos, algo que no puede florecer en la putrefacción y las miasmas del subdesarrollo. Naturalmente, quienes piensan así acusan una prodigiosa ignorancia histórica, pues la verdad es la contraria: esos salvadores providenciales que, amparados en la fuerza, se arrogaron la responsabilidad de sustituir a sus pueblos, -Somoza, Trujillo, Pérez Jiménez, Velasco, Perón, Fidel Castro y compañía- han contribuido, más que nadie, a prolongar el atraso de sus países y a aumentar los obstáculos para su modernización.
Aunque el régimen que presidió el general Augusto Pinochet entre 1973 y 1990 tuvo, a diferencia de otros, indiscutibles éxitos económicos, pertenece a esta tradición incivil, que es la vergüenza de América Latina, y por eso son loables los esfuerzos de los demócratas chilenos para denunciarlo y pedirle responsabilidades.
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