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Tribuna
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Un submarino fantasma frente a la potente armada del poder

Suelen decir los que bien me conocen que, junto a, mis defectos -se suponen numerosos-, hay tres rasgos, no me atrevo a decir cualidades, inherentes a mi personalidad:, la sinceridad -no se me da bien el mentir-, el buen oído -no creo que haya perdido facultades aún, habiendo cumplido los sesenta, hace dos años- y una memoria de elefante. Perfectamente entiendo lo que se me dice cuando con otra persona hablo.Con ocasión de la polvareda levantada, una más, hace tan sólo unos días, por un mensaje transmitido a los presidentes de las asociaciones fiscales, muchos compañeros y amigos creen que debía haber exigido una orden por escrito y, al no hacerlo, he pecado de ingenuidad. No me arrepiento de no haberlo hecho. No me entra en la cabeza operar de esa forma ante aquellas personas a las que debo lealtad institucional. Cuando dos personas se entienden en estos casos por escrito, sencillamente no se entienden.

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La reacción que desde algunos medios y comentaristas se ha producido, no es de extrañar. Lo extraño es la que se ha producido desde algunos sectores políticos cercanos al poder. Arremeten contra mi persona diputados populares, uno de los cuales afirma apreciarme mucho, ¡hay amores que matan!

Esa reacción curiosa no se produce porque crean que he mentido, no, sino por una concepción del Ministerio Fiscal que sería correcta si vigente estuviera el Estatuto de 1926 y no el de 1981, del que hacen una interpretación torticera y, sobre todo, por el hecho de haber desempeñado altos cargos -sólo fue uno-, hace quince años con el gobierno socialista. Mal concepto tienen esos políticos de la política al creer que contamina tanto. En nuestro sistema constitucional, pienso yo que la contaminación será de democracia, no ocurriéndoseme que pueda ser de otra cosa. Y de otro lado, parecen no tener conciencia, al defender tan luminosa tesis, de que están incapacitando de por vida a la titular de Justicia y a los magistrados y fiscales que con ella colaboran desde importantes puestos. Ya no tendrán credibilidad alguna cuando regresen a sus profesiones de procedencia y se cuestionará su imparcialidad en sus actuaciones, planteamiento que, por disparatado, jamás defenderé.

Mas no todo queda ahí. Se anima subrepticiamente al fiscal general del Estado a que tome drásticas medidas para "poner orden" y, en concreto, contra el jefe de la Inspección Fiscal. Un prestigioso diario barcelonés, generalmente bien informado, anuncia que es deseo del Ejecutivo proceder a su relevo, de dudosa legalidad, y buscarle un nuevo destino. Pero si esto fuera así, abramos un paréntesis, con sentido del humor, lo que nunca debe perderse.

¿Qué destino podría ser ese? Veamos primero la Fiscalía del Tribunal Supremo. Ir a lo penal sería peligrosísimo, pues podría contribuir a "enterrar" los asuntos de todos conocidos, habida cuenta de que por vida me acompañaría la supuesta contaminación. No menos peligroso sería destinarme a lo contencioso, donde se ventilan otros tan importantes como los de los "famosos papeles". En lo laboral, podría, cualquiera sabe, contribuir a una revolución social y en la Sala de lo Militar a una rebelión, nada deseable por lo demás. Haciendo un equilibrio circense, podría ir a la Audiencia Nacional, lo que sería precioso, o al Tribunal de Cuentas, con la que podría armarse -se pensaría- al formar parte del Pleno y así sucesivamente. Tal vez, lo mejor sería perderme de vista -no caerá esa breva- definitivamente y bien podría ser nombrado embajador en Cuba, aunque un embajador es un mensajero y podría transmitir mal los mensajes y formarse la marimorena ahora que se van a celebrar una serie de acontecimientos acaecidos hace un siglo. Cierro el paréntesis y vuelvo a lo realmente serio.

Dicen algunos que los fiscales estamos metidos en una guerra. No me gusta la palabra. Odio las guerras por injustas y porque nadie las gana, ni siquiera el vencedor y, en todo caso, habría que preguntarse quién la ha iniciado. Lo cierto es que primero se hundió a un supuesto "submarino" llamado José Aranda, nada grato al poder. ¡Quién lo diría de José Aranda! Ahora, hay que hundir a otro. llamado Martínez Zato y, después, ya se verá, aunque a este paso irán saliendo de su escondrijo, según esa tesis, mayor número de "submarinos" ,cada vez -que, al final, constituirán toda una flota-.

Deseo la pacificación, pero si vienen a por mí, como muchos me dicen llanamente, diré que estoy preparado. No tengo miedo, no estoy deprimido y seguiré donde quiera que me encuentre, luchando por mis principios, mis ideales y mis convicciones como ciudadano y, defendiendo, en todo momento, la legalidad e imparcialidad como fiscal, pues todavía me quedan ocho años aunque algunos tiemblen sólo de pensarlo.

Me dicen también otros que estoy tocado, aunque todavía no hundido, como cuando de pequeños nos librábamos de los profesores pelmas y jugábamos a los barcos. Pues bien. Por el Ministerio Fiscal deseo la paz, no la guerra. Pero si se confirman los pronósticos y se lanza contra mí toda una flota, dado que mi "submarino" nada vale, haré simbólicamente frente con un viejo fusil del siglo XVIII, ante armas nucleares, a sabiendas de que perderé la batalla, que no la dignidad. Sabiendo igualmente que contribuiré a ganar la guerra, no por mí iniciada, para el Ministerio Fiscal. Será ello dentro de unos meses, quizás dentro de dos, cuatro o seis años, no lo sé. Tal vez, cuando me encuentre jubilado o incluso cuando me haya ido de este mundo. Pero al final, imperará la paz, la sensatez y la cordura.

Si me voy, será con el convencimiento de haber prestado desde mi puesto actual, durante todos estos años, un servicio a toda la carrera fiscal y a su Consejo, dejando una Inspección funcionando a su plena disposición. No será mérito mío, sino de los Inspectores fiscales, a los que nunca agradeceré bastante su colaboración y lealtad, dando siempre ejemplo en su diaria actuación, así como ejemplo de civismo y respeto entre todos nosostros, que de tan distinta forma pensamos. Jamás con ellos he ejercido de jefe con mando en plaza. Tal vez por ello me han respetado más.

Pero pase lo que pase, seguiré siendo el mismo y pensando lo mismo. Y mientras la solución llega, deseo que mis compañeros Colmenero y Castresana, más jóvenes que yo, sigan defendiendo siempre su libertad de expresión. No en posición de firmes y sí con la mayor firmeza, porque, haciéndolo, defenderán la de todos nosotros. Como sé que son generosos, deseo por último pedirles perdón por el disgusto que se han llevado. Aunque oigo muy bien y tengo buena memoria, a pesar de haber cumplido, hace dos, los sesenta años, tal vez debí mentirles y desearles por teléfono, ¡felices Pascuas y próspero año nuevo! Será en otra ocasión.

Juan José Martínez Zato es fiscal de Sala del Tribunal Supremo y jefe de la Inspección de la Fiscalía general del Estado.

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