Silencioso, de improviso, solitario
Me había acostumbrado a mirar a Emilio Alarcos como a uno de los habitantes de Vetusta. Siempre me admiraron de él su socarronería, a medias entre la desconfianza provinciana y el escepticismo intelectual, lo afilado de su ingenio y de su lengua, y la bondad innata que encubría, a duras penas, bajo aquellos aires de conspirador que tanto le gustaba prodigar. Lo conocí, primero, de la mano de Juan Cueto, durante un paseo por las calles de Oviedo, cuyo paisaje será definitivamente distinto tras su ausencia. Luego coincidí con él en algunos jurados literarios, en los que aprendí mucho de su experiencia como crítico y de su capacidad como diplomático. Y más tarde nos comenzamos a tratar en la Academia, adonde acudía cada jueves después de un fatigoso viaje desde Asturias, las más de las veces en autocar, del que él emergía siempre como un pimpollo.Para algunos tenía fama de difícil, sobre todo porque solía acertar en sus juicios sobre muchas cosas de la vida, y no callarlos. Pero a mí me divertía el desparpajo de su comportamiento, últimamente prolongado en un rejuvenecer del personaje, vestido a la última, atento a las modas, interesado por el porvenir. Imposible prever un final tan cercano.
La lingüística española le debe mucho, pero más le deben aún los ambientes culturales de todo tipo que él cultivó. Jamás se apeó del sentido crítico que su condición de intelectual le exigía a cada paso. Fue terco en su independencia, y la elegancia de sus formas nunca empañó la claridad de sus expresiones. Quizá nunca nos lo dijimos abiertamente, pero él y yo, y su entrañable Josefina también, sabíamos que éramos amigos. Que nos gustaban los mismos libros y abominábamos de los mismos tontos.
En su excelente obra sobre la poesía de Ángel González, Alarcos nos hablaba de los rasgos dominantes en la obra de este escritor: "La solidaridad con todos los humanos, basada en el sentimiento de finitud y de soledad, sólo compensado por la creencia en la perduración de la especie: cada hombre, como el fruto de un árbol, cae todos los años, pero el hombre sigue persistiendo". No encuentro mejor definición del talante y el sentir del propio Emilio Alarcos. Se fue como acostumbraba a llegar, silencioso, de improviso, solitario. Pero su memoria será persistente y dura, como lo fue su presencia.
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