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La conmemoración de 1898

Todo parece indicar que vamos hacia una conmemoración Solemne del centenario de 1898 y lo primero que me pregunto es qué es lo que vamos a conmemorar. ¿La catástrofe militar? ¿La realidad cruda de una España que tocaba el fondo del pozo y que descubría sin paliativos su. propia realidad? ¿El comienzo del regeneracionismo? ¿La absoluta incapacidad de la Monarquía y de las clases dirigentes de dar una respuesta creadora a las inquietudes, alarmas y exasperaciones que saltaban por doquier? ¿La eclosión de los nacionalismos catalán y vasco, tan diferentes entre sí? ¿El estallido de un movimiento obrero exasperado? ¿0 vamos simplemente a una conmemoración formal y solemne que sume nuevos fastos a otros fastos ya anunciados, como los que van a celebrar la memoria de Cánovas del Castillo, insigne adversario del sufragio universal? ¿O, peor todavía, a una especie de escalada retórica para dilucidar quién es hoy el heredero de tantas glorias de aquel pasado?Todo esto se puede y se debe discutir, pero dudo que se pueda y se deba conmemorar. Desgraciadamente, lo que 1898 trajo a España no fue la regeneración, sino el autoritarismo y la dictadura. Con una Monarquía cada vez más cerrada, más autoritaria, más militarista, más clerical y más centralista, los intentos de apertura realizados por los regeneracionistas, por algunas figuras políticas y por algunos intelectuales de prestigio fracasaron rotundamente y el sistema político se enquistó, se cerró a una mayor participación popular y acabó tomando la peor de todas las decisiones, la que más trágicas consecuencias tendría para el futuro del país: otorgar al Ejército el papel fundamental en la represión de los descontentos y, más tarde, en la organización misma del Estado. Y no a un Ejército cualquiera, sino a un Ejército que desde hacía más de un siglo sólo protagonizaba guerras internas, que acababa de ser humillado en Cuba y Filipinas y que apenas podía controlar la parte de Marruecos que las potencias europeas habían cedido a España para que los británicos no se quedasen con todo el estrecho de Gibraltar. Frente a un movimiento obrero que empezaba a dar señales de su fuerza, por dispersas, desorganizadas y hasta primitivas que fuesen, y frente a unos nacionalismos catalán y vasco, tan dispares entre sí, pero contestatarios ambos respecto al concepto de nación española que se intentaba reconstruir, se confió al Ejército el papel de represor y de guardián de las esencias de la unidad de España como nación. La represión de la Semana Trágica de Barcelona, la Ley de Jurisdicciones que sometía a los nacionalistas a la jurisdicción militar y la intervención del Ejército en la huelga general de 1917 fueron los primeros pasos en un proceso que llevó en 1923 a la dictadura militar de Primo de Rivera, y en 1936, a la rebelión militar contra la República, a la guerra civil y a los 40 años de dictadura de Franco, una dictadura en la que los vencedores se autodenominaban "nacionales" y combatían a los "rojos" y a los "separatistas", o sea, a la izquierda y a los nacionalistas vascos y catalanes, tal como habían decidido los dirigentes de aquella Monarquía autoritaria y decadente tras la catástrofe de 1898. En definitiva, 1898 fue, ciertamente, un momento crucial de nuestra historia, pero que no se presta a muchas conmemoraciones porque allí saltaron las primeras tempestades de polvo y fango que luego enlodaron nuestro tremendo siglo XX y que tanto nos costó limpiar, si es que las hemos limpiado del todo.

Dicho esto, podemos detenernos en la discusión de tal o tal elemento de la catástrofe o en el seguimiento de algunas de las vías que se intentaron abrir, pero no creo que podamos echar las campanas al vuelo en ningún caso, porque las contradicciones fueron tantas que ninguna de las vías exploradas llegó a buen puerto. Pensemos, por ejemplo, en el caso de los regeneracionistas. Todos ellos fueron, ciertamente, críticos importantes de la catástrofe de 1898, pero también fueron víctimas de muchas de las contradicciones que ellos describían. Nos sentimos cerca de ellos cuando atribuían los males de aquella España humillada al caciquismo, a la Monarquía cesarista, a la Iglesia, a la incultura del pueblo y a unos partidos políticos que eran simples palancas del caciquismo oligárquico. Y también cuando exigían una nueva cultura del desarrollo técnico, industrial y agrícola. Pero bastantes de ellos fueron incapaces de superar el provincianismo de aquella España aislada y algunos de los más ilustres acabaron metidos en un peligroso círculo que, de un lado, les llevaba a reconstruir un nacionalismo español que rebuscaba sus raíces en las viejas glorias imperiales y, de otro, a exigir la sustitución del desprestigiado sistema seudoparlamentario por un líder impoluto, una especie de héroe nacional que Costa denominaba "cirujano de hierro"; Macías Picavea, "hombre histórico", y Lucas Mallada, "caudillo". O sea, que vacilaron e incluso se perdieron en el punto esencial, que era el de conectar la regeneración con la democracia. Naturalmente, no creo que ninguno de ellos pensase en Primo de Rivera y menos todavía en Franco, pero esto es lo que sí acabaron pensando los dirigentes de aquella España maltrecha y, de hecho, ambas dictaduras reivindicaron una parte de la propuesta regeneracionista. Por eso hoy podemos ver a los regeneracionistas como predecesores en la denuncia de muchos de los problemas que los republicanos primero y los demócratas de hoy han tenido que resolver, pero también como profetas inconscientes y extraviados de los peores males que han caído sobre nosotros a lo largo del siglo.

De hecho, la conexión entre el regeneracionismo y la democracia, o sea, el regeneracionismo democrático abierto a la pluralidad de España y al mundo, empezó a ser una realidad con la II República y tras la brutal agresión del franquismo sólo pudo retomar el camino con claridad tras las elecciones de 1977 y la Constitución de 1978. Avanzó con lógicas dificultades bajo el Gobierno de UCD, superó el trauma del 23-F de 1981 con una afirmación de la Monarquía parlamentaria, se consolidó con el Gobierno socialista -el primer Gobierno de izquierda de toda la historia de España- y ha llegado sin mayores obstáculos al vigésimo aniversario de la Constitución, un aniversario que nunca pudo celebrar ninguna Constitución democrática en el pasado.

Esto tendría que ser hoy obvio e indiscutible. Pero conviene recordarlo porque todos somos hijos de esta historia, pero la memoria colectiva puede ser frágil, los instrumentos de intoxicación sobre la historia y la realidad de la política pueden ser poderosos y la propia narración de nuestro pasado colectivo puede ser desfigurada cuando se conmemoran acontecimientos lejanos desde intereses cercanos.

Jordi Solé Tura es diputado por el PSC-PSOE.

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