Animales disecados
La rosa tatuada se estrenó en 1950: es una obra de época. En el medio siglo transcurrido han pasado muchas cosas: la vida se acelera, los hallazgos se combinan unos con otros, se multiplican; y el tiempo tiene otro valor. No quiero decir que todo ha mejorado, ni siquiera que todo sea distinto: sino que lo que pasa en esta obra, y cómo pasa, sucede de otra manera. En los barrios italianos de Estados Unidos, y en los escenarios del mundo. La obra es de otra época. Sobre todo ha cambiado la forma de narrar. El desarrollo del cine, el del teatro, y la aparición de la televisión con sus propios hallazgos, nos han aportado una dinámica de tiempo, nos han enseñado a comprender, apreciar y ver y oír más deprisa. El arte antiguo se ha hecho moroso. José Carlos Plaza cuenta esta historia a la antigua, además de mal; y Tennessee Williams, que estaba al medio siglo en una punta de la civilización, es ahora un venerable antiguo. Todavía creen éstos que se puede imitar el vitalismo del cine. Es decir, avanzar por el terreno en el que se ha perdido la batalla en lugar de darla en lo genuino del arte dramático, de la literatura dramática. Incluso un extraño mecido de la caja del escenario, un vaivén ligerísimo a la izquierda o a la derecha, que al ser inútil resulta ridículo; o la aparición por los laterales de unas piezas que querrían indicar ¿qué? No se sabe bien si un cambio de lugar o un efecto psicológico. Y unas cometas atadas para fingir el vuelo. Con la tristeza que producen los animales disecados (hasta uno de ellos aparece tonta, inútilmente, como casi todo lo que se añade a este texto: la cabra de mal agüero. Y grazna un altavoz: es una cacatúa). Remedios Todo lo que hemos aprendido se nos vuelve en contra: y no soportamos que las cometas no vuelen de verdad, ni que las voces y los ruidos de fuera (grabados) desentonen con las voces humanas del escenario. Que desentonan consigo mismas: el remedo del italiano por las voces españolas, los grandes gritos, los gestos ampulosos. Nada nos hace pensar que esto que sucede es verdad: esta falseado. Es teatral: y esa palabra puede tener una acepción peyorativa. La de imitación, la de remedo, la deshumanización de unos personajes al querer humanizarlos exageradamente. El cine imitó una vez al teatro con este titulo, en 1955; y lo hizo de tal manera que mató para siempre su teatralidad. Claro que el cine tenía a Ana Magnani y a Burt Lancaster. De ninguna manera quema yo dañar a Concha Velasco, que es una gran actriz y que muchas veces ha saltado al género dramático y a la comedia muy hablada y siempre con calidad; y esa calidad sale también en algunos momentos de esta interpretación. Pero no puede concurrir con Ana Magnani. Es otra cosa. En cuanto a Paco Morales, ni siquiera se puede pensar en una comparación con Burt Lancaster. Ni falta que haría, naturalmente, si esta producción fuera por sí sola valiosa. Pero es que no lo es. Es lenta, morosa, gritada: va dejando pasar el tiempo sin hacer nada a su favor. Va machacando los oídos con un tornillo de cómicos que ya no se lleva en los escenarios españoles. Aburre, se dice, hasta a las ovejitas. Las ovejas aplaudieron: sin entusiasmo. El final de la obra nos cogió cansadas. Se aplaudió con más cariño y más respeto que entusiasmo; y los saludos finales parecían, también, demasiado teatrales, por convencionales. Como si supieran que el éxito no estaba con ellos.EDUARDO HARO TECGLEN
La rosa tatuada
La rosa tatuada, de Tennessee Williams (1950). Versión de Vicente Molina Foix. Música de Juan Cánovas. Intérpretes: Amparo Gómez Ramos, Concha Hidalgo, Elisa Martínez-Sierra, Concha Velasco, Cristina Arranz, Paca Ojea, Mar Díez, Osky Pimentel, Fidel Almansa, Yolanda Farr, Pilar Bayona, Tina Sáinz, Luis Rallo, Carlos Manzanares, Paco Morales. Vestuario: Sonia Grande. Escenografía: Francisco Leal y José Carlos Plaza. Director de escena: José Carlos Plaza. Teatro Alcázar.
Babelia
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