iAllá ellos!
¡Azúcar! A la vista de lo que vemos, tan semejante a aquellos pasos iniciativos del hombre sobre el suelo lunar, nos frotamos las axilas primero, luego los párpados, da lo mismo con qué, y aprisa nos sentimos predispuestos a implorar que en Cuba nieve maná y en Polonia llueva café. Y ya puestos a bambear, después de haber besado polvo cubano, cortamos el volumen del televisor, abrimos al azar un libro de Severo Sarduy, caemos sobre la entrada de Cristo en La Habana y leemos en voz alta una impecable crónica marciana, adobada con mística criolla, en tomo a aquello que, en los años sesenta, parecía una forma bastante enloquecida y pachanguera de delirar: "¡Qué acogida en La Habana! Su foto ya estaba, repetida hasta el hastío o la burla, pegada, ya despegada, desgarrada, clavada en todas las puertas, doblada sobre todos los postes, con bigotes pintados, con pingas goteándole en la boca, hasta en colores;... ¡Ay, tan rubio y tan lindo, igualito a Greta Garbo!" ¿Qué enviado especial de ahora podría relatarlo mejor?Y no falta la anécdota sabrosa, la capaz de elevarse a la categoría interclasista de esencia tropical acelerada ("mambo,, / queremos mambo") antes de que se vaya el manisero de tan exóticolugar: "Venía una negrita corriendo a toda máquina, con un banderín que ondeaba al viento, las paticas minúsculas apenas se veían sino por las medias blancas, venía corriendo a toda máquina, sus piernas bielas, le traqueteaban las rodillas -león hitita-, con un banderín en alto que decía INRI, dijo: al fin llegas, te esperábamos, se le aguaron los ojos, perdió el habla ("le atacó un soponcio, emocionada, ¡como si hubiera visto a Paul Anka!" -Auxilio-), hizo unos gestos como de alegría, dio unos cuantos pasos hacia Él y cayó.
Caigo yo en la cuenta de que, cuando Rubén Darío visitó La Habana, a finales de julio de 1892, hubo también no poca conmoción en la perla del edén. Baste con acordarse de la despedida de Julián del Casal, el poeta de Nieve que se murió sólo un año después: "Si hubiéramos más tiempo juntos vivido /no me fuera la ausencia tan dolorosa..." Rubén sigue viaje a contrapelo, llega a España para participar en las celebraciones del IV Centenario del Descubrimiento de América, y aquí se las arregla enseguida para establecer relaciones harto amistosas con lo más florido de la poesía de la Madre Patria: Gaspar Núñez de Arce, Ramón de Campoamor ("todavía un anciano muy animado y ocurrente") y Salvador Rueda, quien para convencerlo de que vaya a los toros, le retrata a un torero, El Guerra, con refinado frenesí: "¡Es Mallarmé!". Ricardo Palma le presenta a José Zorrilla: "Vivía en la pobreza, mientras sus editores se habían llenado de millones con sus obras. Odiaba su famoso Tenorio..." Asistió a los fiestorros de Emilia Pardo Bazán: "Las noches de esas fiestas llegaban los orfeones de Galicia a cantar alboradas bajo sus balcones". Visita todas las mañanas, "unos minutos", la habitación de Marcelino Menéndez y Pelayo, huésped del mismo hotel, Las Cuatro Estaciones en la madrileña calle Arenal. Y, claro, Juan Valera lo adora.
Rubén Darío, además, se inflama con la rica oratoria de Emilio Castelar: "La primera vez que llegué a casa del gran hombre iba con la emoción que Heine sintió al llegar a la casá de Goethe". Pero también acude a la mansión de Antonio Cánovas del Castillo, "la mayor potencia política de España", y se fija lo suyo en su joven esposa, Joaquina de Osma, "bella, inteligente y voluptuosa dama, de origen peruano", que luce hombros y senos "incomparables, revelados por los osados escotes".
Seis años más tarde de esa primera visita, vuelve Rubén Darío a España con el encargo de contar, para el diario La Nación, cómo anda esto tras las últimas pérdidas del Imperio. Y he aquí su crónica de aquel 98: "He buscado en el horizonte español las cimas que dejara, no ha mucho tiempo, en todas la manifestaciones del alma nacional: Cánovas, muerto; Ruiz Zorrilla, muerto; Castelar, desilusionado y enfermo; Valera, ciego; Campoamor, mudo; Menéndez y Pelayo... No está, por cierto, España para literaturas, amputada, doliente, vencida; pero los políticos del día parece que para nada se diesen cuenta del menoscabo sufrido, y agotan sus energías en chicanas interiores, en batallas de grupos aislados, en asuntos parciales de partidos, sin preocuparse de la suerte común, sin buscar el remedio del daño general, de las heridas en carne de la nación. No se sabe lo que puede venir". Se acabó sabiendo; hasta hoy.
Mientras tanto, el poeta, amén de enamorarse de la mártir Franciasca, hace nuevos amigos: Ramón del Valle Inclán, Jacinto Benavente (al que llaman Charmeur, igualito que Jorge Guillén a Paul Valéry), Miguel de Unamuno, Ramiro de Maeztu, Francisco Villaespesa, Juan Ramón Jiménez, los hermanos Machado... Pero aislo dos nombres del conjunto: Alejandro Sawa y Luis Taboada. El primero, natural de Sevilla, fue, como es bien sabido, la levadura de Max Estrella en Luces de Bohemia; y también el que cierto día, en París, le dijo a Rubén Darío: "Te presento a Paul Verlaine". Emocionado, claro está, Darío le dedica al autor de Fétes galantes una linda parrafada, que tuvo la desdicha de rematar con la palabra "gloria". A esa palabra rubeniana se agarró Paul Verlaine para soltarle esta rotunda respuesta: "¡La gloria! ¡La gloria! ¡Mierda y mierda otra vez!"
Del popularísimo Luis Taboada, natural de Vigo, poco más se supo; sí acaso, algunos títulos, por lo que son en sí: La vida cursi, La viuda de Chaparro o Pescadero, a tus besugos. Hasta que luego llega César Vallejo y le otorga la gloria en negativo con tan sólo decir lo que desde entonces suele decirse en tantas ocasiones y a propósito de todo un poco: "Allá, las putas, Luis Taboada, los ingleses; / ¡allá ellos, allá ellos, allá ellos!" Total, y por si cuadra, digámoslo otra vez.
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