Cuba, el Papa y la espera
Los cubanos hemos pasado la vida esperando. Y no hablo sólo de los cubanos de ahora, sino de los cubanos de siempre. Desde antes de que Cuba fuera "llave del golfo, antemural de las Indias occidentales", ha sido esperar el verbo que más justamente se ha conjugado en esta isla. Cuando aún era tierra de tránsito, cuando aún esperaba en la bahía la reunión de la flota que regresaría cargada de oro americano a la Península, ya habíamos comenzado los cubanos ese largo aprendizaje de la espera. Lo mismo se esperaba a la flota real que a los corsarios y piratas con los que había de establecerse un oculto comercio. Se esperó que los británicos se fueran de La Habana. Se esperó que triunfara la malograda conspiración de "los Rayos y Soles de Bolívar", que llevó al destierro al primer poeta cubano digno de este nombre, José María Heredia, del que, dicho sea de paso, se esperaban muchas cosas (murió tan joven que no las pudo cumplir). Se esperó el triunfo de la guerra de 1868, que desembocó en un pacto (el del Zanjón) y en una protesta (la de Baraguá). Se esperó el triunfo de la guerra de 1895, que Estados Unidos hizo malograr. Se esperó que Martí no muriera en la guerra. Durante años se estuvo esperando que la bandera norteamericana se arriara en los edificios públicos y se izara la cubana, así como se esperaba a los presidentes justos que dirigirían la nación. También durante años se estuvo esperando el triunfo de una revolución que cambiara realmente la fortuna del país.Como todo el mundo sabe, el verbo esperar tiene dos derivados importantes y antagónicos: esperanza y desesperación. Entre esos dos extremos hemos vivido. También se debe resaltar que, cuando no se va hacia la ingenuidad de la esperanza o hacia la no menos ingenua derrota de la desesperación, la espera puede ser un excelente ejercicio de paciencia. Y no hablo solamente de los cubanos de ahora.
Hoy, mi país espera al Papa. Casi ninguno sabemos para qué ni por qué lo esperamos, pero lo esperamos, que es lo importante. Después de todo, con esperar no se pierde nada. Y, por otra parte, como solemos decir con nuestro fascinante optimismo caribeño: "mientras hay vida hay esperanza", y `la esperanza es lo último que se pierde".
La Habana, por ejemplo, que es mi ciudad (y en rigor la única ciudad que conozco), está excitada y como de fiesta. Bueno, para ser justo, ella siempre anda excitada y comoe fiesta, sólo que hay en esta oportunidad algo de unción que matiza el aire festivo. La Habana aguarda con ilusión este 21 de enero en que el sumo Pontífice logrará besaruestra tierra. No se hablaás que del acontecimiento.l nombre de Juan Pablo II es más mencionado estos días que el de Cristo. Las puertase las casas lucen carteles con su fotografía. Es la fotografía de un anciano de aspecto humilde y bueno que casi besa una cruz, enmarcado por un azul purísimo, de armonía, un azul celestial. Y nosotros, que somos caribeños y sentimentales, estamos conmovidos y ostentamos un brillo especial en los ojos. No importa que sea el retrato del representante de una fuerte ortodoxia, el retrato de uno de los hombres más duros y reaccionarios de nuestra época, el nombre de un misógino, enemigo del condón (cómplice por tanto de la enfermedad), opuesto al aborto y feroz adversario de la homosexualidad. Nada de eso tiene importancia. Nosotros esperamos al que se ha dado en llamar Enviado de Dios en la Tierra.
Claro, no debe pasarse por alto que durante años las imágenes de los santos se escondían en armarios, que las iglesias cubanas eran refugio de unas cuantas ancianas testarudas y beatas, que los niños debían permanecer sin bautizar y, por tanto, sin primera comunión, y que cuando alguno de nosotros, los estudiantes universitarios de entonces, entrábamos en un templo, uno de esos maravillosos del siglo XVIII que exhibe esta ciudad soberbia y desharrapada, debíamos hacerlo para admirar la arquitectura, por sentimientos de pura estética. Esto quiere decir que no deja de ser conmovedor ver hoy al cardenal Ortega hablando por televisión, así como que la llegada del Jefe de la Iglesia casi nos haga saltar de esperanza.
Por eso, porque hemos pasado la vida esperando, esperamos hoy al ancianito albo que vive como un rey en el Vaticano. Ese ancianito que habla como aquellos polacos que tenían sus tiendas de baratijas en la más habanera de las calles: Muralla.
Repito: no sabemos por qué viene y mucho menos para qué lo esperamos, pero el porqué y el para qué resultan pormenores que se mitigan con el júbilo que nos provoca toda espera.
Y después de que se marche y nos deje un beso en el asfalto, un santo, una Virgen coronada, dos o tres bendiciones y el recuerdo de una misa multitudinaria, será cuestión de seguir esperando, porque, como diría el grande de Virgilio Piñera, ¿quién renuncia a una querida costumbre?
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