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Los excluidos, ciudadanos

Los excluidos existen y se han puesto en marcha. Yo los he visto el sábado pasado en La Coupole de París. Estábamos cenando unos cuantos amigos en ese restaurante y de pronto un grupo de más de 20 personas, aire de marginales, mirada determinada y pancartas en alto, irrumpió en el local para que les dieran de cenar. Sorpresa en el público, desconcierto en los camareros, largas negociaciones con la dirección que les ofrecía una cena en el salón del sótano y por fin acabaron sentándose en el salón principal en una mesa para ellos solos. Ni el director llamó a la policía para que los desalojara ni los comensales, aparte de un pequeño grupo, mostraron desagrado u hostilidad.Esta anécdota, a la que podría añadirse que acabaron la noche en los salones del distinguido hotel Lutétia, y que otros compañeros suyos ocupan desde hace tres días la cuna de la élite francesa que es la Escuela Normal Superior, nos dice que los excluidos, gracias a los parados que son su punta de lanza, están poniendo fin a su inexistencia pública pues hasta ahora la exclusión y el paro en Europa eran un indicador estadístico y un recurso de la retórica política que no sólo ocultaban la insoportable condición de quienes estaban sometidos a ellos, sino que sobre todo negaban la existencia social del excluido / parado y consagraban su descalificación ciudadana.

La lucha de clases que, enfrentando a patronos y obreros en un indivisible mundo del trabajo, les confería identidad y estatus al constituirlos en antagonistas necesarios e inseparables, ha dado paso a dos universos herméticamente intransitivos, los de dentro (que lo tienen todo y pueden tener aún más) y los de fuera (los excluidos que nada tienen y nada pueden esperar). Los estigmatizados de la miseria -extranjeros, jóvenes y ancianos, parados, delincuentes, débiles psicológicos y sociales- sólo pueden sustraerse a la fascinación de la opulencia y de sus mitos -el placer y el superconsumo negando lo que les niegan (trabajo, riqueza y sus signos) quienes les niegan (los de dentro). Las pancartas de mis comensales del sábado decían "Quitémosle al rico para devolverle al pobre".

La violencia civilizada de esas ocupaciones simbólicas se sitúa en la línea de ruptura social cuyas expresiones más significativas son las de la violencia urbana más anárquica y abrupta: revueltas permanentes en los barrios difíciles, agresiones a los conductores de autobús, continuos incendios de coches, sobre todo en ocasiones especiales -la más sonada, la de las Navidades últimas en Estrasburgo con más de 250 coches incendiados entre el 20 y el 31 de diciembre- Violencia civilizada o salvaje que surge en estrecha simbiosis con los medios. Pues los excluidos / parados han descubierto desde su irrealidad social que para ser reales no sirve apoyarse en los más de tres millones que comparten ese destino sino que han de ser mediáticos y que la noticia es siempre ruptura. Descubrimiento que les ha puesto en marcha, pero ¿hacia dónde?

Comienzan pidiendo una prima de 3.000 francos (75.000 pesetas, al cambio) de fin de año y añaden en seguida un aumento del mínimo social que el Estado garantiza a todos los ciudadanos. Lo que plantea un doble problema: por una parte, que los 30.000 millones de francos de ese aumento, añadidos al esfuerzo financiero que supone la creación de 350.000 empleos para jóvenes en que se ha embarcado el Gobierno de Lionel Jospin, pondría gravemente en peligro la incorporación de Francia al euro; y por otra, que la diferencia entre ese mínimo social y el salario mínimo sería tan pequeña que desmotivaría para el trabajo.

Pero además, esa batalla llega cuando el Gobierno francés está empeñado en la difícil pero no descabellada apuesta, como lo prueba el ejemplo holandés de reducir el paro, reduciendo, de forma progresiva y negociada, el número de horas de trabajo legal a 35 por semana, a lo que se opone frontalmente la confederación patronal. En esta situación, es esperanzador que el 79% de la población francesa acepte las reivindicaciones de los parados aunque representen nuevos sacrificios para todos. Esa solidaridad debería estimular la imaginación de los gobernantes europeos en su búsqueda de un modelo para devolver la ciudadanía a los millones de excluidos del continente.

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