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Tribuna:CRÓNICAS: JUAN CRUZ
Tribuna
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Gestos

Juan Cruz

Dice François Wahl en uno de los prólogos con los que se ha presentado esta semana en el Reina Sofia la exposición dedicada a Severo Sarduy que a este artista cubano le divertía que le sintieran pintor. Era un narrador, un periodista, un poeta, un científico, un conversador impagable, un hombre ingenioso y genial que convertía aquello que tocaba -también la conversación de la gente- en un espectáculo divertido y profundo, en una sorpresa permanente. Era un lujo de la vida. En realidad, le divertía todo, pero le apasionaba sentirse pintor. Wahl, que fue su compañero -y ejerció de editor, es filósofo, y goza de un gran sentido de la penetración psicológica-, dice que la pintura transformaba el espíritu de Severo, habitualmente lúdico y expansivo, y le convertía en un monje laico y solitario que anulaba a su alrededor cualquier ruido del mundo y de la historia, como si naciera del silencio su vocación de apartarse y hallara ahí una nueva identidad, el rostro que no se ve en el espejo.Hubo muchos viajes en su vida, y no sólo los viajes espectaculares que nos llevan de un sitio a otro, sino viajes interiores, conocimientos que fueron afectando de manera decisiva no sólo su modo de ser sino la manera de ser de su oficio principal, la escritura, que terminó combinando la explosión tropical del verbo con la esencia que fue resultado de ese viaje múltiple al interior de sí mismo. Sin duda, fue la pintura, y eso se comprueba ahora una vez más ante esta exposición, el vehículo de esa mudanza. Y su viaje a la India, que ya iba a formar parte de sus símbolos interiores, como Cuba, le transformó también para convertirle en un ser en el que se cruzaban lenguajes distintos, memorias diferentes, unificado todo por su voluntad de poeta. Era un hombre que desprendía una extraña y hermosa manera de la felicidad.

La profundización de su viaje por el arte no puede ensombrecer la imagen viva de Severo; esa imagen reaparece ahora, con toda su capacidad para interpretarse a sí mismo, desnudo ante sus cuadros, paseando por la India, siendo marroquí en Marruecos o canario en las islas, contemplando, como si viera una obra de arte, un plato de angulas en un mesón de Madrid, escuchando con sus ojos orientales que de pronto se hacían de lágrimas como si en su, interior hubiera explotado un niño; ahora esa representación es, muda y está en las fotografías que acompañan la muestra; da rabia no verle más ser Severo Sarduy, y sin embargo de alguna forma está aquí otra vez, visitando con sus babuchas sin ruido un espacio en el que no sólo habitaba con la explosión de alegría de un tropical, sino también con la melancolía secreta de un hombre que hizo del silencio la otra parte de su vida.

Lo que resulta irrepetible es el gesto, la voz, el calor de Severo, su sentido del asombro y también su disponibilidad para la fábula y para la reflexión. Y sin embargo, la vida que él quiso está también ahí, representada en gestos, en esa melancolía interior que él hizo sonar como si fuera la esencia de la vida; era un filósofo, y eso se ve también en la pintura, y un científico, y también se advierte, del mismo modo que se advierte su calidad de poeta, de melancólico contemplador de paisajes que daban a su existencia paz y palabras que jamás podrían tener en la escritura el mismo tacto que en el lienzo.

Siempre vuelve Severo, y ahora regresa con todo; es el personaje que él mismo mostró y también el que se mantuvo oculto, la ilusión y su contrario, el escritor y también el hombre que tachaba la escritura, y aquí está representada asimismo su voluntad de indagación, su perfeccionismo radical, capaz de la despedida y el silencio, y está él, con la magia que le confería a las cosas, como si todo en la vida debiera ser simbólico, espléndido y memorable. Hace unos meses su amigo José-Miguel Ullán, que ayer escribía aquí de Severo, sorprendió a una audiencia de periodistas mostrando una piedra que muchos años antes le había entregado Severo para que algún día le fuera dada al escritor Emilio Sánchez-Ortiz, que fue su amigo y su compañero en la radio francesa; se trataba de buscar la ocasión en que este último fuera especialmente feliz; entonces tenía que recibir ese don de Severo. De forma extraña, como si el propio Sarduy hubiera estado entre nosotros, allí hubo ese instante mágico que materializó Ullán entregándole la piedra a Sánchez-Ortiz, que presentaba un libro, y haciendo que volviera ese aire inexplicable de casualidades cósmicas que Severo aplicaba a todos sus actos.

No es posible mirar esta muestra sin ver a Severo pintando; ahí está, enfundado en un albornoz de varios tonos de azul, al lado de su taza de té, sobre la mesa de una cocina campestre, minucioso, como si estuviera orando ante un soporte que parece de cuero; su pincel rojo está ante la vieja máquina de escribir, que en este momento no tiene papel. Dice Wahl que ésa es la atmósfera en la que creaba Severo sus cuadros, como si le hablara al silencio. Da rabia no oírle más.

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