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Tribuna:LA MUERTE DE TOSHIRO MIFUNE
Tribuna
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Un cineasta genial

Hace un par de años, Javier Angulo, director de la revista Cinemanía, me propuso hacer una serie de artículos, con el título genérico de Cine en la retina, en los que hiciera recuentos de instantes del cine que, a lo largo de los miles de las películas que llenan mi cuelgue empedernido de las pantallas, se habían pegado como lapas a mi memoria. Acepté a condición de que la expresión cine en la retina se tomara al pie de la letra y estas excavaciones del recuerdo se escribiesen a bote pronto, tal como dictase la secuencia de imágenes dormidas detrás de los párpados que acudiesen a mi convocatoria. Los recuentos quedarían llenos de lagunas, pero era ésta la única manera de garantizar al lector que los islotes de tierra firme que emergiesen entre esas lagunas serían cine no olvidado por inolvidable.Se ha publicado ya una treintena de estos recuentos y caigo en la cuenta de que es raro el agrupamiento de instantes inolvidables en el que Toshiro Mifune no brinca de las sombras y ocupa, a golpes de energía gestual, un lugar insustituible en la luz del cine, junto a presencias tan absorbentes -dijo Akira Kurosawa de él: "Sólo hay una manera de impedir que Mifune se apodere de una escena: echarle de ella"- como las de Spencer Tracy, Charles Laughton, Buster Keaton, Greta Garbo, Charles Chaplin, Marlon Brando, Cary Grant, Katharine Hepbum,Nikolai Cherkasov, Michel Simon, José Ísbert, Humphrey Bogart, Vittorio Gassman, Groucho Marx, Robert Mitchum, Lillian Gish, Walter Brennan, Bette Davis, Marlene Dietrich, Anna Magnani.

Han sonado nombres que articulan un tramo del gran idilio del cine con el rostro humano. Sin duda hay otros recodos en el itinerario de este movimiento del lenguaje de la imaginación de este siglo y no sería trabajoso nombrar veinte más y uno es Toshiro Mifune, el muchacho de voz ronca, aspecto amenazante y gestualidad exacta y arrolladora que Kurosawa descubrió en las pruebas de un casting organizado en 1946 por la productora Toho y que dos años después se introdujo en su cine y tiró con furia de él a lo largo de 18 años y 16 películas, que son el tronco de la obra de Kurosawa y el despliegue hasta el límite de las portentosas facultades de Mifune.

Así contó Kurosawa -cuando ambos se profesaban ya un rencor invencible- la primera vez que vio actuar a Mifune: "Abrí la puerta del plató donde estaban haciendo las pruebas y quedé estupefacto. Un joven, poseído por un terrible arrebato de cólera, se movía en escena retorciéndose con violencia desatada. Era estremecedor verle, parecía un animal salvaje herido al que habían capturado y trataba de escaparse. Quedé aterrado, hasta que me di cuenta de que representaba el estado de ánimo que le habían impuesto en la prueba. Cuando terminó, se sentó abatido y percibí que era tímido [y que] tenía el talento más grande que había visto. Asombraba la velocidad con que se expresaba. Cualquier actor necesita tres metros de película para modular una expresión, pero a Mifune le basta un metro. La velocidad de sus movimientos es tal que puede crear con un solo gesto lo que otro actor necesita desglosar en tres gestos. Y lo hace con sencillez, pues su coordinación es la mas precisa que conozco".

Fue generoso Kurosawa. Los dos hombres, atrincherados detrás de corazas autoprotectoras que les convertían en tercos como mulas, acabaron su amistad de mala e irrecuperable manera, tras el rodaje de Barbarroja en 1965. No volvieron a verse nunca, ni nunca alcanzaron lo que habían alcanzado juntos, en sus días de triunfo en el festival de Venecia (con Rashomon en 1950 y Los siete samurais en 1954), donde Mifune ganó dos veces la Copa Volpi al mejor intérprete. Pero no olvidaron que en esta última película, una de las más hermosas que se han hecho, el director llegó -hazaña complejísima, si se ve la precisión del resultado, sobre todo en la primera versión del filme, una hora más larga que la comercializada- a encuadrar simultáneamente con tres cámaras en movimiento la figura (inquieta como una lagartija) del actor, en la genial escena en que el aprendiz de samurai Mifune explora en silencio -únicamente se oyen sus sigilosos pasos entre la fronda y sus rítmicos jadeos ritualizados con actitudes de teatro tradicional- los alrededores de la aldea acosada por los bandidos. Pocas veces se ha logrado que una escena muda contenga tanta locuacidad, pues en ella Mifune expresa los bruscos vaivenes de su ánimo con todo su cuerpo.

Horas después de morir (a los 77 años) Mifune, Kurosawa (diez más viejo que él) salió de su mutismo y dijo esta oración fúnebre por el actor muerto: "Nunca imaginé que moriría antes que yo. Habría ido a verle y decirle que no había nadie mejor que él".

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