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La memoria es peligrosa

Para vivir hay que olvidar. Se lo decimos al amigo o al pariente que ha sufrido una desgracia. Estamos convencidos de que la caída de la hoja del calendario le ayudará a vivir. El tiempo, que es olvido, todo lo cura.El político de raza se lo sabe por instinto. Por eso echa una mano al olvido creando mitos. De Gaulle se inventó una Francia de "combatientes" y "resistentes" con los que refundar la nación y permitir así a los franceses sacar pecho. Bastó hurgar en la historia y el par de revelaciones de Mitterrand para que se viera cómo la especie francesa dominante era más bien "colaboracionista". La transición política española también creó sus mitos. Se alió la necesidad de los franquistas de lavar su pasado con la virtud de los antifranquistas dispuestos al juego democrático a cualquier precio, no fuera que el espíritu del dictador sobreviviera. El resultado fue una transición que confundió perdón con olvido y donde al final, y oyendo lo que se dice, resulta que la dictadura apenas si existió y que los franquistas trajeron la democracia. Hemos idealizado la transición porque se consiguió la reconciliación de las dos Españas, de las tres religiones y de las cuatro estaciones.

El inconveniente del olvido es que se lleva mal con la libertad. La libertad, decía Kant, es como un milagro, pues supone romper la cadena "natural" que liga causas con efectos. Lo natural son las cadenas, también las de causas y efectos que explicarían todo cumplidamente. La libertad, por el contrario, es una sorpresa, una interrupción de la cadena natural. Esa quiebra de la normalidad conlleva un alto costo personal y social. Que se lo pregunten a cualquiera de los libertadores que en el mundo han sido o a los pueblos que se han sacudido el yugo de alguna esclavitud.

Pues bien, la libertad nunca está tan amenazada como cuando se la toma por natural, cuando se olvida su coste, cuando no se recuerda que ha sido una dura conquista. Los peores enemigos de la libertad no son los golpistas, sino su trivialización, es decir, el olvido de los grandes periodos de dictadura, la amnesia de las muertes, cárceles y sufrimientos que ha costado, cada vez, acabar con ella. Hablando de la libertad vale siempre el susurro de Flaubert: "Poca gente se imagina cuánta tristeza ha supuesto liberar Cartago". La dictadura franquista no fue una excepción. Pero hubo prisa por olvidar y hemos sido tan eficaces que a los 10 años de la muerte del dictador la mitad de los escolares no sabían quién era Franco, "pues todavía", decían, "no hemos dado esa lección".

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Quizá hayamos llegado ya a un punto de tanto olvido que los sanos mecanismos prolibertad han disparado la alarma automática. Los debates en torno a Cánovas del Castillo, la polémica sobre la enseñanza de la historia en los centros docentes o, más recientemente, el apasionamiento por temas ocultos o no suficientemente aclarados en los años ochenta pueden indicar que no estamos dispuestos a volver la espalda al pasado o, más sencillamente, que el pasado no está dispuesto a perderse en el olvido.

Pero ¿queremos realmente recordar? A la vista de lo que está ocurriendo hay como dos modelos de recuerdo. El modelo Santaella, consistente en seleccionar un pasado, meterlo en una maleta y ponerle un precio, y el modelo nacionalista, que cuenta historias para regalar los oídos de la clientela actual. Sus relatos son cuentos o mitos, y da lo mismo si lo mitificado es Aitor, Montserrat o la conquista de América. En ambos casos, el érase una vez, como diría Walter Benjamín, "se asemeja a una meretriz puesta a la venta". El pasado originario es una fantasía que se vende al mejor postor.

No conviene confundir el manoseo del pasado con la memoria. Por eso conviene preguntarse, ahora que tanto hablamos de historia, qué significa recordar realmente.

Desde luego, no puede significar "recordar como realmente ha sido". El pasado, pasado está, y no hay manera de fotografiarlo. La prueba del nueve de esta fuerte afirmación la hemos tenido con el debate entre historiadores a propósito de la figura de Cánovas del Castillo. Historiadores tan solventes como Antonio Elorza, Javier Tusell, Carlos Seco Serrano o Santos Juliá han presentado interpretaciones tan dispares de Cánovas que bien pudiera parecer que se refería a personajes diferentes. Cada cual cuenta otra película, que suele ser su película.

"Recordar realmente" no puede significar "recordar como realmente ha sido", sino algo mucho más modesto y muy diferente. Significa saber que, cuando recordamos, olvidamos. Más aún, significa ser consciente de que nuestras actividades más nobles, tales como emitir un juicio moral, idear un proyecto político, proponer una teoría de la justicia, están levantadas sobre un inmenso olvido. De ahí la necesidad de introducir la dimensión del recuerdo en todos nuestros quehaceres morales, políticos o científicos.

Recordar realmente es saber que los nacionalismos recuerdan mucho y olvidan más; que la justicia recuerda casos y cosas, pero olvida más; que las historias recuerdan, pero olvidan.

Entonces, ¿cómo recuperar ese olvido que se nos va de las manos incluso cuando recordamos? Introduciendo en el acto de aprendizaje del pasado un talante moral que se resume en estas dos actitudes: ironizar sobre nuestros recuerdos y escuchar a las víctimas de los recuerdos que celebramos y tanto nos enorgullecen.

Quien quiera saber qué es el nacionalismo español debería, por ejemplo, leer La visión de los vencidos, esas crónicas de fray Toribio de Benavente, Motolinía, donde recoge la visión del indígena sobre la conquista de América. Puede chocar la propuesta, pues lo lógico sería invitar a leer todo lo que los historiadores de uno y otro lado han escrito sobre las andanzas de los españoles en tierras americanas. Puede que así se sepa algo más del pasado, pero se aprenderá menos de la historia.

Para el conocimiento de "nuestra identidad" sería capital, más que la lista de los reyes godos o Borbones, conocer las reflexiones que provocó entre los judíos su expulsión de España en 1492. De la experiencia de ese exilio -y del consiguiente a la guerra civil- podemos aprender una forma de patriotismo mucho más cercano del cosmopolitismo que del nacionalismo. Pensar la identidad del nacionalismo español teniendo en cuenta lo que ha excluido y la violencia que ha supuesto es un ejercicio de libertad. Para eso vale la historia si estamos dispuestos no tanto a glorificar la memoria de los vencedores cuanto a recordar la de los vencidos. Se celebran las victorias y se recuerdan las derrotas. Los derrotados, sin embargo, tienen el secreto de la historia común a triunfadores y derrotados. Estos pueden enseñarnos algo nuevo; aquéllos repetirán lo que ya sabemos.

Y lo mismo vale para los nacionalismos vasco o catalán. Tienen que medir su evocación del pasado con la creación de la libertad. Todo el afán por la historia persigue, como ya vio Hegel, "el progreso de la conciencia de libertad". ¿Cómo se las arreglan los nacionalismos con la libertad? Quizá valga lo que decía a este respecto Habermas, hace años, en Madrid: sólo en un punto coincide el nacionalismo con la libertad, a saber, en el punto en el que se enfrenta a un nacionalismo superior que niega los legítimos derechos de su pueblo. Pero a partir del momento en que el nacionalismo gestiona los derechos de ese pueblo reproduce, a escala, las exclusiones contra las que lucharon. Desde luego, hay páginas en Sabino Arana sobre la xenofobia que harían enrojecer de vergüenza a los propios redactores del Edicto de expulsión de los judios de 1492.

Tenemos que ponernos de acuerdo con esto de la historia: ¿queremos contar historias o educar para la libertad? Son enfoques diferentes. Hay una manera de evocar el pasado que potencia la libertad, y otra, que la colapsa. Es la diferencia entre el victimismo y el recuerdo de las víctimas. Aquél llora a los suyos para actualizar el duelo y éste recuerda el dolor pasado para que no se repita. Los cantos luctuosos de los indígenas que recoge Motolinía son como un símbolo del coste del nacionalismo: la negación de los demás. También encierra la lección del precio de nuestra libertad presente y futura: negarnos a la negación de los demás, hacer nuestra su causa.

No todo consiste, pues, en contar la historia de una manera más completa -siendo ello importante-, sino en aprender del pasado. Valdría la pena que lo habláramos.

Reyes Mate es director del Instituto de Filosofía del CSIC.

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