La serpiente veloz, el soldado tepozteco y una nieve de chicle
De los dos fuereños que nos hemos ido empozando en las calles de Tepoztlán, hasta que nos detienen ("¡otra vez!") dos chavalotes para desviamos, uno, que es a lo que íbamos, ha venido a aquí porque sí, porque hacía tiempo que no venía y porque tenía ganas de volver. Tres razones de peso. El otro, en cambio, de por sí, no hubiera decidido venir, porque Tepoztlán es uno de esos lugares que en seguida le dan mal rollo, zozobra y cierto apuro, entre interior e infantil. Lo mío, claro, totalmente vivido al natural, sin compensaciones mágicas en las sienes, viéndome humildemente, por una santa vez, como reconociéndome incapaz de percibir el placer "o el goce", que diría la otra, de encerrarse entre grandes montañas para fundirse con ese algo que, por medio de todas sus variantes, nos retrotrae al Sinaí, libro de piedra, megafonía que puede dejarnos sordomudos para siempre y rayos destinados a animamos a escribir otra biblia no en verso, sino en la prosa activa de este fin de siglo.Un libraco de éxito arrollador (Encerrado en mi Tepoztlán), con paréntesis y todo en el título, que Lara, con buen ojo, querrá quitarme. Un novelón del que se hará película, pieza de teatro, varias adaptaciones televisivas y hasta cinco rancheras, oye, que sería lo más, lo "muchísimo", que es como por aquí nos dejan corto al que creíamos muy suficiente aumentativo patrio. Pero bueno, yo a ratos me contengo, y ahora aquí estoy, en Tepoztlán, igualito que la última vez, hace dos años, detenido ante dos chavalotes que no han crecido y, no obstante, están desviando el tráfico con arrogancia simpática. ("¡Claro, como tú no conduces!").
Y Tepoztlán, amén de eso, es un pueblo mexicano del Estado de Morelos, todo él rodeado de torreones de piedra impresionantes, de basalto y tepatete. Lugar de brujería. Refugio de una pirámide alzada con más fe que las otras. Cuna divina del pulque. Un radical pasado zapatista, anegado en sangre. Y residencia relajada, todo hay que decirlo, de pintores, progres desengañados con posibles y chisgárabises esotéricos. A todo lo adherido, venga en el plan que venga, bueno o malo, resiste con vigor Tepoztlán. Igual que ha resistido a los intentos oficiales de instalar un teleférico, un tren y un campo de golf. Moderneces contra la numinoso. Jaleo del que ya se ha escapado.
Un libro que acabo de leer (Cartas de Tepoztlán, Ediciones Era, 1997), de Pablo Soler Frost, ayuda a familiarizarse con este extraño pueblo, al tiempo que argumenta tanto en favor del que se siente fascinado por las montañas como del que las mira de reojo y con pavor, representado de manera admirable este último en una novela de Ramuz: El gran miedo en las montañas (1996). El libro de Soler no novela; utiliza otra argucia. otra elipsis: la de cartearse, como si tal cosa, con un sabio corresponsal oriental durante su estancia de un año, en 1995, en el pueblo de Tepoztlán. Y, a través de ese epistolario, vamos impregnándonos, mediante procedimientos sutiles y variados (viejos y nuevos libros, confesiones populares, sencillas percepciones al vuelo), de un interés auténtico por las raíces y por los aspectos jamás triviales de cuanto se refiere a este lugar. El autor corresponde, pero, además, nos guía. Y hasta el final, que es cuando nos advierte: "Y si algo hubiere contra la Fe Católica, considérese no escrito".
Antes nos deja al pie de las montañas sagradas, meta espiritual de lo oculto, donde también las jacarandas florecen. Reparamos, de paso, en esos pajarillos nerviosos a los que llaman "primaveras". Y ojo con un lagarto ("semáforo") que resulta que es venenoso. Y, sobre todo, a no toparse con la innombrable ("tlicóatl") que aquí disecó Francisco Hernández, protomédico de Felipe II, cuando vino a aprender más: "Encontré en Tepoztlán una serpiente de 10 codos de longitud... y del grueso de un hombre, toda negra... su mordedura es mortal... No hay serpiente que persiga a los hombres con tanta velocidad como ésta". Lo peor es eso de la velocidad. Nos impide demoramos en el relato de Urbano Bello: a puerta cerrada, para que el rey y la montaña no se enteren. Y en el fluir de muchas leyendas: "No la embarazó hombre: la embarazó el aire". Y en casi todo: rumores, luchas, ceremonias, yerbas, huevos jade, nombrando por nombrar.
Y, en medio, esta historia. Un tepozteco estuvo en el Escuadrón 201, la única fuerza armada mexicana que combatió contra el imperio, en Filipinas y Taiwan, durante la última guerra mundial. Al regresar del frente, ileso, en 1945, el entonces presidente de México, Ávila Camacho, le preguntó que qué deseaba como premio. Y aquel curtido soldado, llamado Ángel, contestó sin titubear: "Una escuela para mi pueblo". Así se hablaba.
Hacia esa escuela, que se construyó, tenemos pensado ir luego, en cuanto se normalice el tráfico y podamos entrar en Tepoztlán. Mientras tanto, por la ventanilla del coche nos llega, además del calor ("¡las estarán pasando putas en España!"), la voz de un niño que le pide a la señora que despacha en una heladería sin puertas: "¡Una nieve de chicle!". Así se habla.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.