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Cuento de la mangosta

Vicente Molina Foix

La mujer ha de salir y deja a su bebé al cuidado de dos mangostas, esas benéficas ratas carnívoras de la India. Al poco, una serpiente, atraída por la golosina de la carne tierna, entra en la casa, pero no consigue llegar a la cuna; las mangostas acaban con ella a mordiscos. Vuelve la madre y sólo ve la sangre en los dientes de las dos ratas: allí mismo, junto a la puerta, las mata a palos. Luego pasa al dormitorio y ve a su niño intacto y dormidito. No puede devolver la vida a las fieles guardianas, pero sí castigarse ella misma por el mal pensamiento, poniendo sus manos sobre el fuego.Este relato está desarrollado en un friso de piedra del bellísimo templo hindú de Mallikarjuna, en Pattadakal, pero antes lo cuenta un libro clásico, el Panchatantra, más leído creo yo en la Europa prerrenacentista que en la de hoy. Por eso, por el influjo que esa recopilación de cuentos tuvo, por ejemplo, en el Calila e Dimna o en el Decamerón, la historia de la mujer que desconfió de las mangostas puede sonarnos a lo que nuestra abuela nos contó en la niñez para llevarnos al sueño. Quizá hubo un tiempo más brumoso y primario en el que la distancia y las diferencias -sin los rápidos y precisos canales de información que hoy poseemos- no impedían a los hombres comunicarse, leerse, comulgar en la lejanía a través de una misma apetencia de ficción.

Hay, desde luego, una literatura occidental a propósito de la India, que ya tiene sus clásicos: Kipling, Hermann Hesse, Forster, Ackerley, Eliade, Paz, Tabucchi. Es la literatura del viajero, un género glorioso y no siempre superficial o meramente "voyeurístico", aunque el voyeur me parece a mí, casi más que el flâneur de Baudelaire el perfecto modelo del artista. Leyendo a esos admirados escritores, la sensación final -sea el libro un diario o una novelarío- es que la India les atrae y les inspira por su rareza, por la divinidad alegre y pobre de sus gentes, como "jungla productora de monos, de pavos reales, de ascetas". Esta última frase la tomo de un libro póstumo de Giorgio Manganelli, Esperimento con I'ndia, que es, en su brevedad, la obra más inteligente, menos turística, que he leído sobre un continente que a menudo figura en mis sueños. No diré, sin embargo que Manganelli, con toda su agudeza, escape a la norma. Al igual que el libro de su compatriota Pasolini El olor de la India, con el que tiene más de una afinidad, el de Manganelli es un tributo de hombre civilizado a la permanencia de lo primitivo, a la vez que una elegía por la pérdida de los valores naturales en el contexto moderno, bien expresada en la referencia de Manganelli a la "suciedad original, propia del alba de los tiempos", que ve admirativamente en la India y "nosotros hemos traicionado, como lo hemos hecho en todo lo de nuestro cuerpo, nuestro pelo, nuestro sudor, nuestras uñas, nuestras partes genitales, nuestros esfinteres".

¿Será siempre la India esa sociedad tan sagrada, tan puramente sucia? La americanización de las grandes ciudades como Bombay o Bangalore sigue, no faltaría más, el modelo ham-burgués de capitales como Moscú o Pekín, pero incluso en un pueblo del más profundo Sur hemos visto carteles reclamando el uso del condón para frenar el sida. "Difunde la noticia, no el virus", es el eslogan, sin duda no homologado por el Vaticano pero urgente en un país con casi cinco millones de infectados y en el que se estima que 5.000 personas entran cada día en contacto con el HIV. La India es tan vasta que sus contrastes más fascinantes -en un mismo periódico se lee la matanza de unos labriegos ordenada por sus señores feudales y el cambio de sexo de una muchacha para poder amar legalmente a su novia de toda la vida-, sus distintivos, pueden tardar siglos en desaparecer, alimentando mientras nuestra curiosidad. Simultáneamente, hay una cultura, una música, una literatura india que no nos interesa más allá de los límites del exotismo y de la piedra muerta del pasado (Mario Muchnik emprendió hace años la traducción de la obra de Narayan, uno de los grandes novelistas de este siglo, y la tuvo que interrumpir pronto por falta de lectores). Como la madre del cuento, tras el bonito pelaje y la extraordinaria cola de la mangosta quizá nos maliciamos que sólo hay una rata pobre y de mal instinto.

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