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Europa en positivo

Andrés Ortega

La construcción europea está cambiando rápidamente. El Consejo Europeo de Luxemburgo acaba de ponerlo de relieve al abrir -¡ya era hora!- la perspectiva de ampliación al Este y a Chipre. En este contexto, la defensa que hace España de sus intereses es comprensible y deseable, pero quizá no suficiente. Es una defensa de lo adquirido en el pasado -en su día criticado por el PP en la oposición- más que de lo que hay que conseguir en el futuro. Desde España, es necesario, incluso para defender intereses nacionales, crear una nueva ilusión en Europa, como valor intrínseco, desde luego, pero también como lo que Lidell Hart llamaba en el terreno militar una "estrategia de aproximación indirecta".No es fácil construir un discurso positivo y creativo. Pero hay que intentarlo, con elementos que pueden no calar de inmediato, pero sí constituir semillas que acaben germinando de una u otra forma. Partiendo de un enfoque plenamente positivo de la ampliación, aunque la unificación del continente es una tarea de enormes dificultades, es necesario ir más allá de las frases hechas al uso. Es tarde, pero no demasiado tarde para ello, pese a la ausencia de viajes oficiales del ministro de Asuntos Exteriores o del presidente del Gobierno a los países de la ampliación, que José María Aznar intentará corregir a principios de 1998. Más allá de los Gobiernos, entre las sociedades, entre la española y la polaca, checa, húngara o eslovena, no nos conocemos. Y, si vamos a convivir en la UE, nuestras relaciones sociales deberían ser mucho más estrechas. Lo que a su vez permitiría articular un discurso de más auténtica solidaridad, política, social y financiera, en toda Europa. Solidaridad, presente desde la declaración de Robert Schuman en 1950, y sin la cual esta Europa no se sostendrá como proyecto político.

Una línea complementaria sería enfocar el euro -el otro gran proyecto europeo de este fin de siglo- con una visión que vaya más allá del "hemos llegado", para saber qué queremos hacer una vez en la moneda única. Esto facilitaría introducir la perspectiva de una revisión a fondo del presupuesto comunitario, de su sistema de ingresos (que no beneficia a España ni, previsiblemente, a los futuros nuevos miembros) y de sus gastos, en un contexto completamente diferente, al que ningún responsable político quiere mirar de frente, como es la Europa del euro tras la ampliación. Lo que existe ahora no funcionará. Este contexto debería ayudar, a medio y largo plazo, a situar sobre nuevas bases conceptuales el concepto de cohesión económica y social, que ha quedado limitado asus aspectos contables.

En el terreno institucional habría que comenzar a ser más atrevidos, pues la gran Unión Europea que se está diseñando no puede funcionar con sus actuales instituciones simplemente estiradas o retocadas. Detrás de las escaramuzas sobre las instituciones o los dineros, se esconde el gran debate real sobre qué es lo que queremos que sea esta Unión Europea: una UE más federalizante -como la llama Delors-, aunque no federal, pero que pasa por una más amplia renuncia a la unanimidad en las decisiones, y por un cambio en la esencia de dos instituciones básicas: el Consejo de Ministros -que a 21, o más, no puede funcionar si no se transforma en una mezcla de Senado (con deliberaciones abiertas) y Gobierno- y la Comisión Europea -que requiere una profunda revisión, no sólo de la composición del colegio de comisarios, sino también de sus estructuras internas.

Naturalmente, se pueden apuntar muchos otros elementos de visión positiva que atañen a la política económica y social, o a la política exterior. Por ejemplo, sería buen momento para darle un nuevo impulso a la Agenda Transatlántica, elaborada en 1995 para un más fructífero intercambio de puntos de vista entre Washington y Bruselas. Ha perdido visibilidad, como lo demuestra el que la última cumbre entre EE UU y la UE que se celebró en Washington la semana pasada pasara desapercibida. Cuando todo está cambiando, España debe tener una visión de Europa. De momento, falta.

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