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Ideologías y nacionalismos en la enseñanza de la Historia

No deja de resultar sintomático que, dentro del Decreto sobre Reforma de las Humanidades, sea la Historia la que centra en gran medida la polémica. En mi opinión, hay varias razones que lo explican. En primer lugar, las ideológicas. La Historia nunca es inocente. Responde según se le interroga y en las preguntas está implícita la concepción del mundo y de la vida del que las formula. "El historiador", escribe Fontana, "aun cuando actúe sin una parcialidad maliciosa, proponiéndose ser lo más objetivo posible, su manera de entender la sociedad en que vive, sus actitudes políticas o ideológicas, condicionarán su capacidad de comprender y explicar los acontecimientos del pasado". En ese sentido, los diversos enfoques de ese pasado han producido y siguen produciendo "combates por la historia", por una historia que, lejos de ser cerrada y finita, ha demostrado estar en construcción. Si el presente es complejo y encierra múltiples facetas, el pasado también lo fue. Una realidad poliédrica, múltiple, que respondía a intereses sociales contrapuestos. Una historia con luces y sombras. Con momentos de convivencia y episodios cainitas, donde la paz fue rota demasiadas veces en aras de intereses encubiertos de ideales.Razones ideológicas explican, por ejemplo, que "cuando media España ocupaba España entera", según un certero verso de Gil de Biedma, no sólo desapareciera de los libros de texto de nuestros escolares cualquier referencia a la Segunda República o al socialismo, sino que la Historia, que había sido tratada metodológicamente por los pedagogos de la Institución Libre de Enseñanza de manera comprensiva a través de procesos multicausales, fuese simplificada después de la guerra civil. La Historia se dividió entre buenos y malos, españoles e invasores, y se cargaron las tintas en los procesos memorísticos que otorgaban una importancia extraordinaria a los personajes que habían conducido el destino de nuestro pueblo. Franco suponía así la culminación de una larga lista de caudillos que, desde Viriato, pasando por don Pelayo o el Cid, se presentaban a los ojos de los escolares desde los mapas históricos colgados en las escuelas como héroes a imitar.

La segunda cuestión de esta polémica debe relacionarse con el fenómeno nacionalista. No en vano, la Historia surgió en el siglo XIX como una disciplina académica en la que el nacionalismo era su piedra angular. Una disciplina, de marcado contenido ideológico-político, necesaria para la formación de los ciudadanos de los nuevos Estados-nación que emergen en la Europa liberal. En España, la Constitución de Cádiz de 1812 alumbra una nación que define nuestra identidad colectiva. Los historiadores comienzan la titánica tarea de buscar la "identidad" y la "diferencia" sobre la base de un proceso que, como ha señalado Anderson, trata de definir la esencia nacional, desde su genealogía. Se trata de ajustar, a veces "recreando", a veces "inventando", el hilo unitario de tradiciones, héroes, lenguas, acontecimientos y monumentos que vinculan, a lo largo del tiempo, un pueblo al territorio en el que se conforma la nueva nación. Desde 1857, con la Ley Moyano, la recién descubierta Historia nacional se implanta en la enseñanza primaria para fomentar la idea de pertenencia a una comunidad histórica y cultural de carácter nacional.

El proceso fue, no obstante, mucho más complejo. Las mismas razones de "identidad" y "diferencia" que se barajaron para constituir las esencias nacionales fueron también esgrimidas en numerosos lugares de Europa, desde el último tercio del siglo XIX, para identificar otras identidades colectivas, otros nacionalismos, que no llegaron a constituirse como Estados. Catalanes, vascos y, más tarde, gallegos identifican lo que les une y les separa del resto, desde su propio pasado, desde sus propias tradiciones. Rafael Altamira, de quien, por cierto, acaba de reeditarse un esclarecedor ensayo sobre el tema que nos ocupa, La enseñanza de la Historia, escrito en 1890, fue un buen ejemplo de esa generación de españoles liberales, comprometidos con la educación y la democracia. Altamira, que dedicó su esfuerzo intelectual a desentrañar el hilo conductor de la historia de España, considera la diversidad como un componente esencial de la misma. En Elementos de la civilización y del carácter españoles, escribe: "La primera nota que estudiaré, por la importancia capital que ha obtenido desde fines del siglo XIX y más precisamente desde 1888 mensaje de los regionalistas catalanes a la Reina), es la diversidad interior del pueblo español (o, como algunos pretenden, de los pueblos) que representa el conjunto de la gente española. Parece cierto que supera, en muchas de las direcciones de nuestra vida social, la variedad a la homogeneidad".

Quien esto opina, desde su forzado exilio americano por resultar incompatible con quienes, vencedores de una guerra fratricida, proclamaban que España era Una, Grande y Libre, no era ningún peligroso nacionalista sino un demócrata buen conocedor de la realidad española y trabajador infatigable por la tolerancia, labor que le fue reconocida al ser propuesto dos veces por las universidades latinoamericanas como premio Nobel de la Paz. Esa diversidad a la que se refiere Altamira fue reconocida por la Constitución de 1978 y sigue cobrando fuerza, alimentada por el proceso autonómico, que no puede ni desconocerse ni excluirse. Quizá ésta sea la razón última del rechazo producido al Decreto de Reforma de las Humanidades. Un decreto que ha tenido la habilidad de situar la polémica en uno de los peores escenarios posibles: el de la confrontación entre el nacionalismo español y los nacionalismos periféricos.

Nada útil puede salir de los enfrentamientos y de la imposición de un decreto que para ser eficaz debe ser fruto del diálogo, de la sensibilidad y del consenso. Si se sospecha de la existencia de historias fragmentadas, autistas y excluyentes en algunas comunidades autónomas que no fomenten la convivencia pluralista ni el conocimiento común, deben ser, antes de nada, bien diagnosticadas. Resulta imprescindible y previo a cualquier medida posterior emitir un dictamen serio y concluyente sobre la situación de la enseñanza de las Humanidades en todas las comunidades autónomas que incluya el análisis de los libros de texto, verdadero guión de los contenidos que se imparten. En cualquier caso, puede resultar esclarecedor abrir un amplio debate social sobre qué enseñanza de las Humanidades y de la Historia queremos y cómo articularla, tal como han hecho otros países de nuestro entorno, a partir de un documento de trabajo abierto y consensuado que permita establecer, tanto en los programas como en los libros de texto, aquellos contenidos que todos los niños y niñas de España deben conocer. España es una realidad plural, y ésa es su grandeza. El gran mosaico que la forma sólo cobra sentido a la luz de todas sus teselas. Por eso, frente a historias excluyentes que aíslan a las personas en esferas cerradas y enfrentadas, es necesario reivindicar una Historia común y plural, abierta a Europa y al mundo, que forme hombres y mujeres tolerantes y demócratas. Educar para la paz y el respeto a las diferencias, construyendo al tiempo una memoria compartida, debe ser nuestro principal objetivo.

Clementina Diez de Baldeón es portavoz del Grupo Parlamentario Socialista en la Comisión de Educación y secretaria de Bienestar Social de la CEF del PSOE.

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