Otro espectro recorre el mundo
A comienzos de los años sesenta, el presidente estadounidense John F. Kennedy iniciaba, con las leyes sobre las zonas de desarrollo urbano y sobre la formación de la mano de obra, la llamada guerra contra la pobreza, una gran ofensiva política progresista que marcó profundamente las políticas sociales norteamericanas por espacio de dos décadas.La cuestión racial estaba y sigue estando en el centro de la cuestión social, pues no en vano en el movimiento por los derechos cívicos militaban los negros emigrados al norte que presionaban sobre el Estado federal conscientes de que les estaban vedados los mecanismos políticos locales en el sur. Su fuerza se puso de manifiesto en la gran manifestación de San Luis de 1960 y, al año siguiente, en la de Nueva York.
Sin duda en las grandes batallas contra la pobreza promovidas desde el Gobierno federal norteamericano se produjeron errores de planificación y recortes presupuestarios -provocados entre otras causas por la guerra del Vietnam-, pero, pese a todas las observaciones críticas que se pueden hacer a estas políticas, es preciso aceptar que el balance resulta más bien positivo, pues millones de ciudadanos se vieron favorecidos por las ayudas y acagaron por mejorar sus propias condiciones de vida.
Se produjo además una reducción de las desigualdades entre las clases y, por tanto, una mayor integración social de la sociedad norteamericana: la tasa de pobreza pasó en las estadísticas oficiales del 22,2% en 1960 al 12,1% en 1969. En fin, la lucha contra la discriminación social suscitó diversas investigaciones e informes elaborados por equipos universitarios sobre el fracaso escolar, sobre los estilos de vida de las familias negras marginadas, y asimismo otros que sirvieron de base a debates suscitados especialmente por los defensores de una más profunda democratización real.
Cuando se sucedían los movimientos estudiantiles y las manifestaciones contra la guerra de Vietnam, cuando irrumpían con fuerza en la escena social norteamericana los movimientos contra la discriminación racial, un reducido grupo de psicólogos de ideología manifiestamente conservadora lanzó su gran ofensiva sirviéndose del cociente intelectual (CI). Los más conocidos y a la vez más beligerantes de estos psicólogos fueron Richard Herrnistein y Arthur Jensen. La principal innovación que Jensen y Herrnstein introducían no era el retorno al organicismo -en último término a la eugenesia-, ni tampoco la de observar diferencias muy significativas en la media de inteligencia entre blancos y negros (una diferencia de 15 puntos), sino considerar el cociente intelectual como el principal factor del status ocupacional.
Si la inteligencia se hereda, la criba de las capacidades individuales mediante la educación y la ocupación no hace sino corroborar socialmente lo que el patrimonio genético de origen diferencia desde el nacimiento.
Así pues, la suerte está echada: la dialéctica entre ricos y pobres encubre en realidad una división insuperable entre listos y tontos por naturaleza. Ante la inmovilidad intergeneracional de nada valen los esfuerzos de las políticas sociales más generosas, pues las diferencias de clase se volatilizan y pasan a ser sustituidas por diferencias individuales inamovibles, diferencias grabadas a fuego en los hematíes, en los leucocitos, en los más minúsculos pliegues de los genes.
Se explica así que Jensen arremetiese contra las políticas que pretendían neutralizar las elevadas tasas de fracaso escolar entre los niños negros norteamericanos mediante programas de educación compensatoria.
La reacción no se hizo esperar. Los trabajos de Leon Kamin, Jerome S. Kagan, Stephen J. Gould, S. Bowles y H. Gintis, R. C. Lewontin, N. Chomsky, M. Tort, entre otros, proporcionaron entonces una réplica contundente. William Ryan, en su libro ya clásico titulado Acusando a la víctima, subrayaba el extremo peligro de las explicaciones científicas de corte genético de la desigualdad social, y ponía de manifiesto cómo la recepción del test de inteligencia de Binet para diagnosticar la debilidad mental sirvió de punta de lanza de un movimiento eugénico -en el que participaron psicólogos tales como Lewis Terman, Robert Yerkes y Henry Goddard destinado a resolver el problema de la inmigración mediante la detección de las razas genéticamente inferiores susceptibles de degradar y contaminar la blanca estirpe de los pioneros puritanos.
Terman y sus estudiantes, que investigaron la inteligencia genética de los italianos inmigrantes y de sus hijos, aseguraban solemnemente que la media del CI era de 84, un punto menos que la media que había sido establecida por Jensen para los negros.
Así pues, los abanderados del nuevo racismo científico que hoy reclaman para sus trabajos la discreción de los laboratorios universitarios irrumpieron en el. campo social para proporcionar respuestas reaccionarias a problemas de gobierno. Fue así como los tests psicométricos se convirtieron en una industria floreciente.
E. Sutherland llegó a contabilizar entre 1910 y 1928 hasta 350 estudios destinados a mostrar rasgos específicos de personalidad destinados a las técnicas de detección de poblaciones delincuentes.
Los nuevos lombrosianos, buscadores de atavismos en las almas, se afanaban en el estudio de poblaciones reclusas, avalando con sus códigos pretendidamente científicos la definición oficial y normativa de los delitos. Pero ignoraban que los más grandes y peligrosos delincuentes, los delincuentes de cuello blanco, no van casi nunca a las cárceles, y en ocasiones son incluso quienes las construyen.
Sutherland concluía con ironía que en este sentido los tests psicométricos proporcionan más luz sobre la inteligencia de los psicólogos que los inventan y aplican que sobre la inteligencia de los delincuentes.
Ha sido preciso esperar al triunfo de la denominada revolución neoconservadora de los años ochenta para que los tasadores de almas volviesen de nuevo a la carga. The Bell Curve, el libro publicado por Charles Murray en colaboración con Richard J. Herrnstein, se ha convertido de esa manera en la nueva biblia del perfecto idiota racista.
En esta ocasión, un sociólogo y un psicólogo positivistas, ciegos ante los complejos vínculos que religan los sujetos a la sociedad, se hermanan para legitimar la dualización galopante promovida por las políticas neoliberales en Estados Unidos, unas políticas que, inspiradas en el objetivo del gasto social cero, han puesto en manos de un 20% de población predominantemente blanca la mitad de la riqueza del país.
En la actualidad sabemos -G. Canguilhem lo ha demostrado con claridad- que el modelo de la selección natural de Darwin y Wallace, que subyace a las teorías sobre los caracteres innatos o adquiridos en los que se fundan las diferencias individuales, ha sido retornado en realidad de las teorías sobre la población de Th. R. Malthus. Así pues, en la base del darwinismo biológico subyace un modelo sociopolítico que a su vez sirve de base al darwinismo social, a la selección natural que los nuevos inquisidores del Cl tienden a legitimar con sus teorías pretendidamente científicas.
Empeñados en promover una sociedad de individuos en la que las clases sociales se han volatilizado, obsesionados en naturalizar un orden sociopolítico marcado por las desigualdades, vertidos a reducir la compleja subjetividad a cifras numéricas que se avienen muy bien con la mercantilización de la sociedad, estos nuevos inquisidores de la mente humana han hecho una vez más acto de presencia en nuestra sociedad.
Sus escritos, tal como se puede comprobar fácilmente a través de textos como los profesores Quintana y Colom, no se caracterizan precisamente por la originalidad ni por la objetividad, pero ello no debe inducir a la pasividad, pues una sociedad que se proclama democrática no puede renunciar de ningún modo a los principios constitucionales de la igualdad.
Un nuevo espectro recorre el mundo de este fin de siglo golpeado por la epidemia neoliberal: el espectro de la precarización del trabajo y de la condena de las poblaciones a la pobreza. El racismo y el sexismo que se promueven impunemente desde las universidades públicas, y desde libros de texto carentes de rigor científico, son en realidad la otra cara de las prácticas neoliberales, la mejor apología del retorno a las sociedades de castas. Aceptar, ignorar o guardar silencio sobre la legitimidad científica que estos psicólogos y educadores proporcionan a estas políticas equivale de hecho a renunciar a hacer efectivo el ideal de humanidad, un ideal conquistado con el esfuerzo, el trabajo y la vida de muchas generaciones, que ahora nosotros, en la Universidad y fuera de ella, estamos obligados a preservar.
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