El Vídeo
LA GRABACIÓN clandestina de un vídeo, y su posterior difusión, que revela las muy personales aficiones sexuales del director de El Mundo, Pedro José Ramírez, ha terminado por convertirse en un problema político y judicial de considerable envergadura. Naturalmente, el primer y único comentario que merece el hecho es la repugnancia que inspira esta violación inadmisible de la intimidad de una persona, en contra de sus derechos más elementales y de lo que la ley estipula. Contra lo que algunos piensan -entre ellos, y paradójicamente, la propia víctima de esta agresión-, los personajes públicos sí tienen vida privada, y aunque Ramírez sea un individuo popular, eso no desmerece la protección jurídica y moral que su intimidad reclama. De modo y manera que nos encontramos ante algo absolutamente rechazable, sin ningún género de matices, por más que el destinatario de la infamia haya podido ser autor de otras de similar o parecido calibre.En circunstancias normales, aquí deberíamos haber puesto punto final a este editorial. Pero ha sido el propio director de El Mundo quien, con desprecio de su propia intimidad, ha situado la cuestión de ese infame vídeo en el centro de la atención pública, tratando de convencer a los españoles de que los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL), que no operan desde 1986, se han reorganizado y son los responsables de un auténtico montaje contra él. No nos interesan ahora las primeras y mentirosas versiones del propio Ramírez en el sentido de que el vídeo era un trucaje y él no era el protagonista. Quien es asaltado en su propia fama de manera tan vituperable tiene derecho incluso a mentir para defenderse.
A lo que no tiene derecho es a convertir sus pro pios y peculiares problemas en cuestión de Estado, por mucho que el director de El Mundo sea un asesor frecuente de la política del Gobierno en el terreno de la comunicación y quizá en otros. Y, sin embargo, el Estado, con todo su poder, se ha mostrado en este caso dispuesto a defender la dignidad violada con una contundencia que para sí quisieran los ciudadanos corrientes y molientes a la hora de ver defendidos sus derechos.
El relato de acontecimientos es casi bochornoso: la coprotagonista del vídeo fue- encarcelada en prisión sin fianza durante una semana, y sólo salió de la cárcel cuando se mostró dispuesta- a declarar conforme convenía a las tesis de Pedro J. Ramírez. La juez encargada del caso intervino correspondencia privada y aplicó la censura previa de prensa para impedir la difusión de las imágenes. Y el encomiable celo empleado por el Ministerio del Interior para investigar este caso contrasta con la falta de reacción que ha mostrado en otras ocasiones, incluso cuando el diario El Mundo ha. desvelado la vida privada y violado la intimidad de las más altas magistraturas del Estado. ¿Por qué? Sin duda porque el Gobierno necesita que estos vicios privados de los que se hablan no le salpiquen y no encuentra mejor camino para ello que tratar de convertirlos en una virtud pública: es necesario que nos encontremos otra vez ante los GAL, y no ante el ánimo de lucro de unos desalmados y el de venganza de quienes se sienten víctimas de Pedro José.
Semejante abuso argumental, cuando ya parece evidente que no medió violencia alguna para conducir al director de El Mundo a la situación en que aparece, ha tenido su corolario en la irrupción en la causa, como elefante en cacharrería, (¡oh sorpresa!) del magistrado Gómez de Liaño. Incumpliendo claramente las normas procesales, este juez, tan conocido ya por los españoles, pretende relacionar nada menos que la vida sexual de un periodista con un fantasmagórico resurgimiento de los GAL. Y a partir de ahí, con el beneplácito de la fiscalía de la Audiencia, hoy en manos de sus muy amigos Fungairiño y Gordillo, ordena registros, decreta detenciones y establece -¿cómo no?- el secreto del sumario.
Es todo tan chusco que produciría hilaridad si no anduvieran por medio la intimidad de una persona -que él mismo parece despreciar-, la respetabilidad de la justicia y la dignidad del Estado. Porque la gravedad del caso radica en que tal -cúmulo de despropósitos e irregularidades no pueden sino crear una sensación de inseguridad jurídica incompatible con la normal salvaguardia de los derechos individuales de los ciudadanos en un Estado de derecho.
Por repugnante que nos parezca -y que efectivamente es- el método empleado para dañar la imagen personal de Pedro José Ramírez, no dejan de ser también detestables- los métodos que éste emplea a la hora de defenderse. La politización de un delito privado para salvar la cara del director del periódico más afín a José María Aznar es algo inadmisible. La involucración de la Audiencia Nacional y del juez Liaño debe llamar nuevamente la atención del Tribunal Supremo y del Consejo del Poder Judicial sobre las extrañas actitudes de este magistrado.
Pero lo más curioso de todo es que, cuando la violación de que ha sido objeto el director de El Mundo ha sido tan flagrante que nadie podía hurtarle su solidaridad, él mismo se ha encargado de pasar por encima de su propia reputación con tal de seguir combatiendo a sus enemigos políticos. Porque el honor o deshonor de Pedro J. Ramírez no se encuentra en sus escenas de cama, que tanto dan, sino en la práctica profesional que él mismo ha desarrollado a lo largo de los años.
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