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La anormal amenaza de normalización

¿Puede alguien creer que exista en esta Península una mediana ciudad donde más del 75% del vecindario no haya logrado todavía integrarse en la lengua, cultura y sociedad del lugar, obligando al Ayuntamiento a aprobar un Plan de Normalización Lingüística para promover "la modificación gradual del comportamiento lingüístico de las personas..., de las organizaciones que vertebran la sociedad y hacen de intermediarias entre los objetivos colectivos y todos los órdenes de la vida individual"? Pues tal ciudad existe: se trata de San Sebastián, donde el 27% del vecindario declara conocer bien el euskera pero sólo el 9% lo usa de modo preferente. El objetivo del Plan -aprobado con los votos no sólo de HB y EA, sino del PSOE e IU, y la abstención del PP y PNV-, es euskaldunizar al 100% del vecindario hasta hacer del euskera la lengua dominante. Algo que obviamente no quita el sueño, de momento, a la ciudadanía donostiarra, cuya actitud despreocupada ven anormal y re prensible los paternales promotores del Plan.La normalización lingüística pretende extender a la calle y al domicilio privado las medidas de promoción y defensa de aquellas lenguas históricamente margina das por el poder en las sociedades bilingües, como ha sido el caso del euskera, el gallego y el catalán. Ahora bien, las instituciones públicas son una cosa y la vida privada de los ciudadanos otra muy diferente, salvo, claro está, que confundamos la sociedad con un cuartel o un convento y se desee convertirla en recintos similares, como sueñan los nacionalistas radicales y grupos antisisterna. La normalización administrativa de la cultura, aun que pretenda limitarse a- las preferencias lingüísticas, exige planificar y controlar, conducir en un sentido único las conductas individuales. Por eso fracasará en cualquier sociedad democrática, tanto por la garantía constitucional de los derechos individuales como por la ingobernable e imprevisible complejidad de la evolución cultural. La respuesta del nacionalismo antisistema (por ejemplo, la de ETA-HB) a esta limitación es de sobra conocida: si la democracia y la complejidad nos impiden imponer nuestros modelos culturales, carguémonos la democracia y sustituyamos la sociedad incontrolable por una comunidad controlada. La normalización lingüística es un instrumento de planificación colectiva, y por eso tiende, cuando se pretende extenderla fuera de la Administración y de las instituciones públicas -su ámbito natural-, a chocar con las libertades elementales, alentando formas de coerción y chantaje. Por poner un ejemplo, si lo más democrático es que la Administración bilingüe atienda a la ciudadanía en cualquiera de las lenguas oficiales, no lo es en cambio aconsejar prácticamente el abandono del castellano en aras de la normalización de la otra lengua supuestamente amenazada (como Pujol acaba de afirmar del catalán).El problema es que los Planes de Normalización Lingüística no pretenden la tontería de normalizar una lengua que, por el hecho de serlo, tiene sus propias normas lingüísticas. Por tanto ' ¿qué es realmente lo que se busca normalizar? Obviamente, la sociedad, conminada a plegarse a los deseos y pretensiones de algunas fuerzas políticas, invirtiendo -o pervirtiendo- lo que se considera normal en cualquier democracia, a saber, que las fuerzas políticas expresen las aspiraciones e intereses de la sociedad y no al contrario. La normalización lingüística de las personas es, por tanto, una completa y peligrosa anormalidad desde cualquier punto de vista democrático. Interfiere una libertad tan elemental como las libertades éticas, religiosas, políticas, sexuales o estéticas, y coarta la libertad de expresión. Se pretende, en suma, uniformar al ciudadano según un diseño ideológico. Algunos pueden creer que la pretensión misma de controlar, planificar y dirigir las conductas lingüísticas privadas y, generales en plena era de la Telépolis es tan descabellada que no merece la pena dedicarse a combatirla. Sin embargo, los efectos deletéreos de estas pretensiones no son despreciables.- En San Sebastián (donde los nacionalistas están en clara minoría) han servido para reunir, bajo los auspicios del alcalde socialista Odón Elorza, una exótica coalición lingüístico-cultural con el PSOE, EA, HB e IU.Amparándose en la falsa presunción de que la política lingüística debe ser unánime y al margen de la política partidaria -y pactándola de espaldas a la ciudadanía, enfrentada al hecho consumado-, han roto también la' política de la mesa de Ajuria Enea de no pactar ni votar nada con HB hasta que no rompa con ETA.

En fin, el plan es absurdo, pero no completamente inútil. Su aprobación nos ha recordado algunas cosas importantes.Por ejemplo, lo vicioso de un modo de hacer política donde el voto puede ser tomado, y de hecho lo es, como un cheque en blanco a la libre disposición de los,cargo habientes. Pero, sobre todo, la peligrosa debilidad e incoherencia de los principios democrático -liberales en buena parte de la clase política encargada de defenderlos. Tanta, que los cargohabientes iluminados se consideran educadores del pueblo autorizados a dirigir las preferencias lingüísticas e identitarias de los ciudadanos, convertidos en súbditos suyos. De este modo hacen suya la mentalidad autoritaria, propia de las dictaduras, con su concepción corporativa de la sociedad y su manipulación propagandística de la cultura; motivos, justa mente, del entusiasta apoyo batasúnico al plan normalizador donostiarra y, en general, de la buena acogida que estas- leyes,destinadas a corregir el curso errático de la historia para favorecer a las minorías étnicas, encuentran entre los simples y resentidos de todo el mundo. Es sabido que todo nacionalismo lingüístico considera que su lengua particular debe desplazar a las otras lenguas con las que compite para culminar algún día la perpetua cadena de la construcción nacional. Pero si bien es natural que los nacionalistas promuevan esa política, no lo es que la izquierda tradicional apoye, con el acrítico entusiasmo de quien desea hacerse perdonar alguna oscura falta, una causa que no sólo no es la suya, sino que, de triunfar, impondría un genuino apartheid lingüístico; el mismo que padecieron en España muchos hablantes de lenguas no oficiales hasta la oficialización del bilingüismo. Pero el nacionalismo lingüístico, movido por el resentimiento y buscando mayores cotas de control y dominio, no pretende superar ni cerrar la antigua discriminación, sino más bien aplicársela a los desafectos. Se trata de un proceso donde los deseos del tipo "quiero que mi lengua particular sea la. más usada", se convierten primero en seudo-derechos como "mi lengua tiene derecho a ser la más usada", y finalmente en imperativos políticos: "Si mi lengua no es obligatoriamente la más usada, habrá violencia porque no se respetan mis derechos". Es el proceso que en el País Vasco -ETA sigue reivindicando una Euskal Herria euskaldun, esto es, monolingüe sin castellano- lleva 20 años alimentando y justificando el crimen político.

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Carlos Martínez Gorriarán es profesor de Filosofía de la Universidad del País Vasco.

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