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Un aguacero en Ganga

Por uno de esos encargos aceptados a regañadientes y que, al final, acabaré incumpliendo, he andado entretenido esta semana con la lectura de una novela que arranca, para consuelo de estos tiempos húmedos, cuando empieza a caer del cielo, en el villorrio de Ganga, un chaparrón tropical. Empapándome de ese libro estuve, en viaje rápido y rudo, mientras sorteaba charcales por tierras de Zamora, Valladolid y Salamanca. Al acabarlo de leer en Madrid, presumo que ya es hora de decir que se titula, porque en él hay pasiones gota a gota, sencillamente así: A fuego lento. (¿Acaso lo ha leído algún lector también de esto?). Pues de la primera edición de tal novela, publicada en Barcelona en 1903, se vendieron, en época privada de premios, por lo menos 10.000 ejemplares, cifra mareante para otros autores -entre ellos Azorín y Unamuno- que en la misma colección figuraban.Aquel autor de éxito era el cubano Emilio Bobadilla, más conocido por Fray Candil, pluma odiada y temida por sus feroces latigazos periodísticos al Padre Coloma, Echegaray, Cánovas del Castillo o Castelar. Pero otros eximios escritores alababan su escritura y, a la vez, el notable hecho de no notarle pelos en la lengua, al fin y al cabo nuestra: Emilia Pardo Bazán, Benito Pérez Galdós, José Martí, Azorín, y, al principio, Leopoldo Alas, Clarín. Para luego, que es hoy, noviembre y viernes, pasar a ser autor desestimado por la crítica y, por lo general, desconocido.

Con lo que está cayendo por aquí, y a pocas horas ya de las celebraciones del 98, bueno sería evocar lo que gustó en este cotarro hace un siglo. No tan sólo a través de la pérdida, sino también de aquello que aportaron figuras como la del cubano Bobadilla, que desembarcó en España en 1887 para arrasar enseguida con una buena mezcla de cultura sin fronteras, naturalismo cientifista (¡lo que dieron de sí, Taine, Lombrosio y Zola!), chabacanería a las claras, nobles ideales liberales y dotes innegables para esbozar, aún sin cuajar, lo preesperpéntico, de nuestra condición hispana.

Si nos detenemos en la primera parte de A fuego lento, cosa que yo no supe hacer, sabremos ya todo lo principal de la novela, aquello que acontece en Ganga, puerto de una república que veremos que luego reconstruyen otros afamados escritores en superconocidas narraciones de nuestro tiempo. En Ganga, para empezar, llueve a mares y se suda igual: "La gente sudaba a mares, como si tuviera dentro una gran esponja que, oprimida a cada movimiento peristáltico, chorrease al través de los poros". Los gangueños habitan en chozas o en casas de mampostería, según, aunque algunos ya se traen palacetes, prefabricados de madera y otros se conforman con la cárcel o el manicomio. Habiten donde habiten, lo que les encanta es la lujuria, la borrachera, el fanatismo religioso, las peleas de gallos y no pagar al contado. Por eso todo va bien.

Tiene Ganga un río color de pus, gallinazos que picotean los cadáveres hinchados de las bestias de carga, millones de zancudos chupasangres, chicharras estridentes, legiones de murciélagos, loros republicanos y macacos mimosos, más centenares de gallinas que ponen los huevos encima de las camas. Y, sobre todo, abundan los sapos: "sapos ampulosos que se metían en las casas y, saltando por la escalera, peldaño a peldaño, se alojaban tranquilamente en los catres". Dado que por entonces ya sabe que el medio influye en las costumbres, lo más florido de aquella sociedad es retratado por Bobadilla al final de un importante banquete: "Las fisonomías reflejaban fatiga fisiológica de libertinos, modorra intelectual de alochólicos y estupidez de caimanes dormidos. Lo que no impedía que cada cual aspirase, más o menos en secreto, a la Presidencia de la República".

Las señoras de Ganga no usan corsé ni falda. Los chiquillos "andorreaban en pelota por las calles, comiéndose los mocos o hurgándose en el ombligo, tamaño de un huevo de paloma". El elemento adulto y masculino -de esplendorosos nombres: Diógenes, Petronio ("el Castelar de Ganga"), Olimpio, Zapote, Garibaldi, Newton o Epaminondas- es "general cuando no doctor, o ambas cosas en una sola pieza, lo que no les impedía ser horteras y mercachifles a la vez".

Sin embargo, siempre cabe achicar la sordidez de toda patria chica mediante algún ejemplo oportuno. De ahí que llegue a Ganga un exiliado de otra república vecina y cuente que su dictador, apodado El Nerón Negro, acaba de castigar a un periodista que tuvo la desvergüenza de llamarle animal en una conversacion privada. Humanos se sintieron los gangueños con los detalles de castigo tan ejemplar: "Le tuvo atado un mes al pesebre, obligándole a no comer sino paja". Cuantas veces entraba en la cuadra, el dictador, tocándole en el hombro, le decía sin guasa al periodista: "¿Quién es el animal: tú o yo?"

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