Nick Nolte y Paul Schrader emprenden en 'Affliction' un bello relato de amor y dolor
Un homenaje al francés André Techiné y un bodrio neozelandés completan el día
Un encuentro con André Techiné, director de las magníficas Los juncos salvajes y Los ladrones, tuvo lugar la madrugada del lunes, tras la proyección de Mi estación preferida. Fue una densa sesión de cine y de reflexión sobre el cine, que anoche se prolongó en el hermoso vuelo que el gran actor estadounidense Nick Nolte emprende, dirigido por Paul Schrader, en Affliction,relato de una conquista de libertad que rezuma ternura y dolor; y que tuvo como contrapunto a la ridiculez Gracia santificante, de Nueva Zelanda, que más que cine de las antípodas es anticine extraterrestre.
André Techiné llegó a las pantallas españolas con su itinerario creativo ya muy avanzado. Sólo conocemos el estremecimiento lírico de Los juncos salvajes y la tortuosa exploracíón de la mirada humana dentro de Los ladrones. Ahora nos va a llegar Mi estación preferida, realizada hace cuatro años, y que (sin estar en ellos) presagia esos dos roces del cineasta francés con los bordes de la plena posesión de sí mismo.Su presencia aquí fue rica y porosa. Basta, para orientamos en su frondoso y complejo mundo imaginario, esta síntesis" esta esquina (transcrita con otras palabras) de su palabra: "No creo que exista avance, que quepa la idea de progreso en la afectividad, en el amor y el odio, en la alegría y el padecimiento. Hay progreso técnico, cultural, social, pero no moral y afectivo. Un niño que sufre está tan solo como un viejo dolorido. Pero no creo que debamos quejarnos de esto, sino luchar contra ello; y la lucha es siempre un esfuerzo optimista. Vivir es estar en conflicto. Sólo los muertos no tienen conflictos. De ahí que crea que sólo desde el pesimismo es posible percibir el disfrute de vivir".
Cito en anchura esta hermosa parrafada deducida del soliloquio del gran cineasta, porque es casi una radiografía del generoso y ennoblecedor filme estadounidense Affliction, escrito y dirigido por Paul Schrader e interpretado y producido por Nick Nolte. No hace falta decir de él otra cosa que lo que Techiné dijo de su propia busca dentro de las escurridizas leyes de la creación artística. Sólo añadir que tanto Nolte como Schrader alcanzan en esa su aflicción la primera (y es más que probable que vendrán pronto otras) de las cumbres de sí mismos.
La interpretación de Nick Nolte -acostumbrado a bordar hombres triunfales, de una pieza, que segregan como máquinas actos firmes y lúcidos- de un tierno, generoso y débil pobre hombre con escasas luces, machacado por su padre déspota, burlado por su despiadada ex mujer y pisoteado por los mortíferos amos del poder, que un día revienta y, harto de sentirse oprimido, su instinto de libertad le conduce a una explosión serena pero devastadora de energía transgresora, es un trabajo creador eminente, de los que siembran amistad, crean solidaridad y despiertan esa confortadora sensación de orgullo que sólo son capaces de provocar los seres mansos, cuando deciden desobedecer a su destino de perdedores y echan a andar hacia adelante sin mirar atrás, en línea recta, caiga quien caiga.
Y el trabajo de dirección de Paul Schrader deja por fin, en Affiction, de estar situado por debajo -ya se intuía en Posibilidades de escape hace cinco años y más tarde, aunque con menos nitidez, en Irresistible y Touch de su formidable escritura -baste recordar guiones de la potencia y maestría de Yákuza, Malas calles, Taxi driver y Toro salvaje- y se equilibra plenamente con ella, lo que le convierte en un cineasta total, del que podemos ahora estar contemplando el comienzo de su época de plenitud. El sentido de la medida, el sosiego y la transparencia de la construcción de las imágenes engullen la formidable escalada secuencial de la sublevación del cordero construida por su escritura. Y la pluma y la cámara de Schrader se funden, convirtiéndose en una única herramienta expresiva.
Pero si la unidad entre relato y relator es en Affliction evidente, en la cosa neozelandesa Gracia santificante, el divorcio entre ambas es también una evidencia, pero vergonzosa. La peliculucha quiere contar nada menos que lo que cuenta La palabra, de Dreyer, un monumento del espíritu, en este siglo y un filme supremo: el retorno no metafórico sino físico de Cristo es decir: el milagro del Verbo- a la carne humana. Pero la locuacidad del director de la cosa neozelandesa no da más de! sí que la de un vendedor de grandes almacenes que pretende sustituir con su palabrería a la elocuencia de Rilke o Valle Inclán o Faulkner. Un deleznable y temerario acto de intrusión.
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