Tres albañiles sobre un tejado
Acabo de ponerme el termómetro y de comprobar que la fiebre se resiste a bajar de 39º. Pero los indolentes de natural tenemos la sospecha constante de que nos inventamos excusas para desenganchamos de los compromisos. En justa inconsecuencia, en lugar de volver a la cama me resigno a escribir desde una calentura, no sé si sintomática o de Malta, en la que no hacen mella jarabes, antibióticos, nebulizadores, analgésicos ni antipiréticos, todos ellos confabulados para advertir que, en caso de intoxicación, habría que proceder a hemodiálisis, lavado gástrico y -lo que más me asusta-, pero me gusta- administración oral de carbón activado.Esta noche hará una semana que comenzaron los primeros síntomas gripales. Pese a ello ("no hay que dejarse abatir"), salí el pasado viernes a cenar a un restaurante tailandés con un grupo de amigos. Allí se habló, ¡faltaría más!, de las tornasoladas variaciones sobre las placas de titanio del Guguenjein Bilbado; del subtítulo idóneo para la película Ilona llega con la lluvia, que resultó ser Las desgracias nunca llegan salas, del omnívoro brío, en fin, de un joven narrador español con más ganas que dones. Y, al tocar ese punto tercero o último, uno de los comensales, gran escritor latinoamericano, quiso advertir que el hecho de ser joven no puede seguir siendo una coartada para tomar cabriolas tremendistas por promesa de rápida sazón. Y se ciñó al insigne contraejemplo: "Keats murió a los 24 años". Yo, que estaba de acuerdo con lo esencial del argumento, tímida mente objeté: "Vivió un poquito más". El maestro se mantuvo en sus trece más 11. Así, mi reincidencia llegó a pasar por broma entre los otros comensales: "Bueno, yo creo que vivió dos años más...". Pero nada: "No, no, no. Muñó a los 24".
Aunque poco vindicativo de toda la verdad y nada más que la verdad, lema que ha causado y sigue causando estragos entre tantos colegas, deseo reafirmarme aquí en lo dicho en aquel restaurante tailandés, en frío y en caliente, sobre la corta vida que tuvo ese poeta admirable que fue John Keats (1795-1821). Precisar en estado febril, ¿equivaldría a enojo presenil o a prurito de erudición? No lo quieran los dioses. Pero la enfermedad incita al puntillismo afectivo, te vuelve solidario de mínimos deseos ("¡Sólo un verano más!", pedía Hölderlin) y te hace lamentar que una amiga, Pilar Miró, generosa y tenaz, no pueda este año ver ni oír "(que) balan los crecidos corderos en los montes; / canta el grillo en el seto; y ya, con trino blando, / en el jardín cercado, el petirrojo silba, / y únense golondrinas, gorjeando, en el cielo" (Keats: Al otoño).
Mientras tanto, a lo largo de esta febril semana de encierro he ido observando, por la ventana del cuarto donde escribo, las evoluciones de tres albañiles sobre el tejado de la casa de enfrente. Cuando el sol insistía en adueñarse del otoño, trabajaban semidesnudos, bromeaban entre ellos, escenificaban esas rudas coreografías a las que Jean Genet solía ponerles, para huir del, realismo socialista, jirones de lirismo y lascivia. Mas luego, con el frío y las lluvias, se han vuelto siluetas pesadas, con mucha ropa y gestos hoscos. Cuelgan sus negros macutos de las antenas de televisión. Mueven tejas, cubos, una bombona, paneles de plástico y paletas. Trabajan sin medidas de seguridad. Se asoman al vacío como turistas a un mirador. Y, a eso de las seis de la tarde, bajan por el andamio.
Cuando a los informadores franceses les da por ello, suelen decir de un delincuente no identificado: "Tenía pinta de norteafricano". Pues bien, dos de esos albañiles parecen ser de allí, de Marruecos o Argelia. Al otro, el más bajito, no sé en verdad por qué, he llegado a asignarle nacionalidad peruana. En cualquier caso, cuando mi calentura pasó de los 40, ayer mismo, pensé llamar a la sede central de UGT para que vigilasen las medidas de seguridad de esos tres albañiles. Y, de paso, avisar también a la policía: porque lo cierto es que cada tarde dejan sobre el tejado, a su aire, todos los cachivaches con los que faenan. Y llega cualquier noche un ventarrón y ocurre una desgracia en esta calle, de la que yo tendría que sentirme para siempre culpable.
Sin embargo, al declinar la fiebre una miaja, lo incívico se puebla de contrapesos contundentes: pateras, tratados de extradición... Y ya no llamo a nadie. En plan cobarde, o poco puntilloso en ese extremo, me tumbo en el sofá, sudo bajo una manta que un día ya lejano me regaló Adolfo Domínguez y, al enchufar el televisor a horas en las que nunca lo había visto, logro incluso enterarme, pese a la fiebre, de que la madre de Marian Conde, que acaba de cumplir 76 años, está admirada de que la Terelu, siendo tan delgadita, tenga un pecho imponente.
Babelia
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