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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Del buen gusto al exceso

Paradójicamente, un Teatro Real sin compañía de ballet propia se ha estrenado con más baile que canto, lo que, siendo optimistas, podría interpretarse como. un buen augurio. La noche era feliz, de felicitaciones para todos, de grandes ideas para el futuro, de sueños belcantistas y balletómanos por doquier.Pero el oropel no debe taparlo todo. La versión escogida de El sombrero de tres picos de Manuel de Falla con los diseños de Picasso era cuando menos, poco ri gurosa en lo filológico. La pro ducción alquilada al efecto a un teatro escocés no es respetuosa en lo absoluto con el cromatismo picassiano (ni la proporción de los rompimientos pintados, ni la ordenación de telones) y la coreografía remontada es una espe cie de recreación bienintencionada del original donde sólamente ha destacado el buen baile y so bre todo buen gusto y control de Aída Gómez en el papel de La Molinera. Aída ya con 14 años conoció la versión original de Antonio y en ella se guarda un sabor añejo y vital a la vez. Si ya en Fantasía galaica la Gómez re cordaba la belleza hipnótica de Rosita Segovia -la pareja que estrenó Sombrero con Antonio-, aquí el parecido en lo me jor de lo artístico era un regalo de la magia de la escena. Otra cosa hubiera sido que el Real hubiera asumido la hermosa reconstrucción del primer Sombrero de Antonio Ruiz Soler, el de los diseños de Muntañola y el que más se acercó a Alarcón (a Antonio le amortajaron con la capa del molinero que el propio Muntañola le dibujo: era su preferida, la amaba). Antonio vistió en segundas, ya en 1981, su Sombrero con los trajes de Picasso pero él mismo sabía que su gran obra era de los años sesenta.

El rigor de José Antonio

En la versión de La vida breve brillaron especialmente las dos danzas encargadas a la Compañía Andaluza de Danza y coreografiadas por José Antonio, que sin ningún afán sobresaliente, insertó un baile coral y bien entonado sobre la música bailable de la ópera. José Antonio se regodeó en el dibujo de brazos muy redondeados, Muy de años veinte tal como exigía la ambientación de Nieva, a la vez que supo vandearse entre un coro tan numeroso como para un Wagner y una escenografía a medio camino entre aztecas e incas.

Pero al final, el sabor era algo empalagoso, localista en exceso: demasiado tacón y españolismo para una sola velada de apertura, sobre todo en la concepción global del. espectáculo. Si los diseños de Picasso se salvan, el, tipismo que estaba dentro del estilo de Antonio le quita bastante altura, lo que no pasa, por ejemplo, cuando esos mismos trajes arropan la coreografía original de Leonidas Massine que tantas veces se bailó en este mismo escenario en tiempos de Diaghilev. Hubiera hecho falta un sentido más abierto de esa esencia artística española o, quizá, algo de arte esquimal para compensar. O que le pregunten a la lámpara, que anoche probó tener vida propia.

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