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Fornicar en las tablas

Vicente Molina Foix

Porque es igual que el amor, el teatro sufre de sus inconvenientes. Frente a ti -y tan cerca de ti que a veces hasta te cae saliva en la frente- está el actor, la actriz, nunca las transparencias del celuloide ni el montón de papel ni la cara de una mujer esquiva que un artista enamorado pintó en días románticos sin saber que ese cuadro acabaría en el museo provincial. Están ahí, a la pequeña altura del escenario, con el temblor de su carne y sus huesos pronunciados, y como humanos fallan o sufren desmayo. Una mala función, un actor que actúa con 40º de fiebre, el accidente en medio de la obra, son para el público como actos carnales que empezaron bien el sofá del salón y en la cama no llegan a ninguna parte. Pero por esas mismas razones amorosas, nada hay como el romance que cada buena tarde de teatro se inicia con la subida del telón entre el actor y el espectador, nada excepto la plenitud de una pareja que se ama completamente como si el mundo, el lecho, los cuerpos y el amor mismo se hubiesen inventado sólo para ellos.La otra noche estuve hora y media convencido de que Michel Piccoli y Lucinda Childs me amaban tanto como yo a ellos, y no me importó nada al final saberme compartido como objeto erótico pasivo por 900 personas agradecidas. La cópula tuvo lugar en el teatro grande de Bobigny, a las afueras de París, y tenía un nombre, La enfermedad de la muerte.Por tener, tenía también autores o provocadores, Marguerite Duras, que escribió La maladie de la mort en 1982 como texto narrativo que "podría representarse en el teatro" y Bob Willson, quien ha montado este absorbente y bellísimo espectáculo.

Del trabajo del Willson se solía decir, y algunos anticuados aún lo dicen, que era la negación del actor, de los grandes actores, y que en él, en sus arquitecturas de luz y rito, no cabía el texto, los grandes textos. Así pudo ser en una fase primera de su trayectoria, la que le hizo famoso en el mundo gracias a títulos como Einstein on the beach, La mirada del sordo o Las guerras civiles. Pero a pesar de que no hay en el teatro contemporáneo ningún artista tan inmediatamente reconocible por sus figuras de estilo como Bob Willson, la evolución o incluso un concepto tan caliente como la madurez ha afectado a este minimalista de las pasiones heladas, que ahora no teme encarar las obras de Shakespeare, de Bukhner o de Virginia Woolf, ni trabajar con monstruos de la escena, Isabelle Huppert, Miranda Richardson, Julieta Serrano, Piccoli.

La enfermedad de la muerte es la ignorancia del amor, según el texto hipnótico aunque, como toda la obra de la escritora francesa, volcado a una retórica a veces excesivamente sentimental. Michel Piccoli es el hombre que hasta el día en que paga a una mujer para que le acompañe en sus noches no había comprendido cómo puede "ignorarse lo que ven los ojos, lo que tocan las manos, lo que toca el cuerpo". La bailarina americana Lucinda Childs es la mujer contratada que pregunta con asombro al hombre si nunca había tenido "el deseo de estar al borde de matar a un amante, de guardarlo para ti, para tí solo, de tomarlo, de robarlo contra todas las leyes, contra todos los imperios de la moral". Los dos únicos personajes de la obra hablan constantemente de una forma -así lo pide Duras en las notas finales de su libro- que más que remitir a los individuos del conflicto se aproxima a la lectura o al recitado. Willson, con la felicidad de un talento que cada día trasciende más el hallazgo plástico con brotes de emoción y de un humor grotesco (los pasajes de Piccoli parodiando a la diva que canta Casta Diva son memorables), pone el molde y la inspiración para el gran encuentro sexual. Pero el director y sus colaborado res no estaban con nosotros, las presas de la pasión, en esa noche de sábado de Bobigny. Sólo Lucinda y Piccoli, como dos arrebata dos conductores de un fluido eléctrico que nos llegaba a la butaca, produciendo esa corriente que ilumina y eleva a los enamorados en el coito. ¿Aplaudir al final? Sí, claro, todos los hicimos, y podríamos haberlo hecho 10 o 15 minutos más, pero a pesar del frenesí nos mostramos educados. Los 900 amantes satisfechos recordando lo mucho que agota el follar bien, les dejamos a nuestros seductores irse a lavar el cuerpo, como última gracia después de un revolcón tan pleno.

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