Casi un chiste
Es una obra inteligente y divertida: pero no se puede contar sin destrozarla. Me molestan las obras de teatro -las novelas también, las películas- que no se pueden contar, en las que hay que reservarse él final. Esa virtud pertenece sobre todo a los chistes. La intriga, el juego, la sorpresa son elementos adicionales en una pieza: pueden conocerse indirectamente y luego comprobarse en el teatro porque lo importante es cómo están realizados y cómo sirven de textura a unos propósitos superiores. En A ciegas la sorpresa, el final, la iluminación dan sentido (o resolución) al absurdo de todo lo que se ha dicho antes.Cuando digo la iluminación, no hago una metáfora: casi toda la obra transcurre en una oscuridad absoluta, excepto los últimos minutos: cuando vemos quiénes son, qué hacen, dónde están y qué significan los personajes a los que hemos estado escuchando tanto tiempo. Con bastante atención, con gusto por lo que está bien escrito y es inteligente, con un poco de risa. Con algo de fastidio: puede que para un autor mantener una situación invisible durante hora y pico sea difícil: también lo es para el espectador. Pensé que este diálogo a oscuras podría haberlo escuchado en mi casa, en una cierta penumbra o a plena luz, por la radio, si la radio aún mantuviera la antigua costumbre de hacer teatro. Luego supe que el autor había imaginado todo, precisamente, para la radio: entonces me pareció que había un delito de oscuridad en el teatro, raro invento en el que lo visual es un elemento básico. Es decir, no era una angustia deliberada, sino una comodidad de escritura. Me molesta que no se pueda contar por otra razón: mi oficio es relatar a los espectadores posibles, todavía en el estado de lectores, qué es aquello que podrían ver o no ver -en este caso, no ver, pero asistiendo-, también quizá comentar con quienes lo han visto algunos detalles, algunas intenciones, algunos cansancios. No basta sólo con decir si el espectáculo es bueno o es malo. Ni siquiera con aclarar que no hay nada que ver, y que el espectador es sólo un oyente: hay que explicar por qué. O por qué tiene uno ese punto de vista -vista, espectáculo: las palabras saltan solas y están en contra del artificio de Jesús Campos- sobre lo que se cuenta. Pero comprendo que aquí no lo puedo hacer. Mataría algo que es básico: el final del chiste.El chiste es intelectual. Por lo que se dice y cómo se dice. Por lo que tiene de presencia de Hegel o de Nietzsche, por lo divertido y lo intrigante de la situación. Los oyentes, en su oscuridad, ríen: hacen el ruido peculiar de reírse, porque las sonrisas o los gestos de agrado son invisibles, y aplauden luego. De esto puedo informar. Arreciaban los aplausos ante la presencia de los tres actores con los que ha estado gustosamente en comunicación: y con el autor que sale a saludar, y que es también el director de todo. También puedo informar de que el lugar es lejano, con respecto al centro y al núcleo de los espectáculos madríleños, y es inhóspito. Sobre su tejado que supongo de uralita ha descargado, durante todo el día, el sol: la oquedad enorme lo almacena, y la carne humana lo multiplica. Unas gotas que me pareció sentir, una brizna de aire que creí que pasaba, deben ser unos "efectos sensoriales" para acumularlos a la obra: son tan tenues que apenas se agradecen, ni siquiera refrescan, como debía ser.
Festival de Otoño
A ciegas, de Jesús Campos García. Intérpretes: Mario Vedoya, Luis Hostalet, Nuria González. Dirección y espacio escénico: Jesús Campos García. Festival de Otoño. Museo del Ferrocarril.
Babelia
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