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El perdón

El cardenal Ratzinger ha pedido perdón en nombre de la Iglesia por las condenas a la hoguera que la Iglesia llevó a cabo durante siglos. Hace no mucho fue el Papa quien rehabilitó la memoria de Galileo. Pedir perdón es siempre bueno, pero para que el acto del perdón sea verdaderamente válido ha de ir acompañado por una conducta consecuente. Y es el hecho que a estas alturas la Iglesia sigue defendiendo la legitimidad de la pena de muerte en casos extremos. Cierto que los papas cada vez más vienen pidiendo clemencia cuando van a producirse ejecuciones, como ha ocurrido recientemente con uno de los abundantes condenados dé Estados Unidos, ese modelo de civilización. Pero no se trata de eso, sino de anular para siempre algo tan monstruoso como es el derecho de gracia de un hombre sobre la vida de otro, vale tanto como decir que oponerse a la pena de muerte y considerarla como lo que es: un asesinato.Para ser consecuente, la Iglesia debería eliminar de sus catecismos la legitimidad de cualquier ejecución, como hizo jurídicamente el laico Cesare Beccaria hace ya más de dos siglos. Perdonar tarde, y después de haberse callado demasiado tiempo, y después de haber sido equívoca con el nazismo -lo fue Pío XII, pese a quien pese-, tiene algo o mucho de oportunismo. Para demostrar que se ha cambiado realmente de modo de pensar, hay que ser intransigentes con la intolerancia. Y yo no veo por parte alguna esa intransigencia, que es la única noble. La Iglesia sigue condenando los actos homosexuales contra todas las evidencias del pensamiento científico. El homosexual que no se reprima es un pecador, porque, para ser bienvisto a los ojos de la Iglesia, debe abstenerse de hacer efectiva su condición, esto es, debe mutilarse.

Lo mismo vale para los matrimonios: según la Iglesia, no pueden oponer ninguna barrera artificial a la procreación, salvo el desprestigiado método Ogino-Knaus, desconociendo que existe la paternidad responsable, por lo menos en su discurso oficial, que es mucho más cristiana que la irrestricta procreación. Y en las conferencias mundiales sobre población mantiene la misma actitud, más que indiferente ciega al brutal crecimiento de las poblaciones del Tercer Mundo. Es decir, que la Iglesia se empeña en desconocer la naturaleza humana, que busca el placer y no "el apetito desordenado", la "concupiscencia", y desconoce también la miseria, la desnutrición y el hambre, que son en el Tercer Mundo la ineluctable consecuencia de no oponer ninguna traba a la unión sexual de hombres y mujeres.

También la Iglesia se muestra absolutamente inflexible en el asunto del aborto y proclama que es su tradición milenaria quien la apoya, pero altas autoridades, padres de la Iglesia incluso, pueden encontrarse que en la misma tradición eclesial han manifestado su opinión de que el individuo humano y como tal, dotado de espíritu, no existía hasta concluido el tercer mes de la gestación, lo mismo que dice hoy la ciencia cuando habla de la conformación del cerebro en el feto. "No se puede legitimar la muerte de un inocente", dijo el Papa aquí, en España, en 1982 (¿y la muerte del no inocente?) Y por eso a la santísima y antiabortista Teresa de Calcuta le daba igual que las mujeres de Calcuta siguieran alumbrando niños destinados a la mendicidad y la muerte prematura.

Sea bienvenida la petición de perdón, de su eminencia por las condenas a la hoguera, pero aguardemos que la autoridad papal transmita a la influyente y rica Iglesia católica estadounidense órdenes precisas contra la silla eléctrica, la horca, la inyección letal y el fusilamiento, que son los métodos con los que el civilizado líder de Occidente elimina a los criminales, sobre todo a los pobres, y a los negros y chicanos en particular, que son los que tienen menos posibilidades de procurarse una buena defensa. La Iglesia pidió perdón al pueblo judío por considerarlo maldito durante siglos y culpable de la muerte de Jesús; debiera ahora abandonar su silencio y sus condenas abstractas para reclamar que el Ejército israelí deje de masacrar árabes como si fueran hormigas. El perdón como retórica no vale. Acaba siendo cinismo.

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