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Tribuna
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El ogro filantrópico

Algunos han empezado a dudar. Unos pocos escaparon y se convirtieron casi de inmediato en enemigos, en testigos extremadamente incómodos. Un grupo de cuatro senadores chilenos de derechas pidió hace algunas semanas que. Paul Schaeffer, fundador y jefe de la Colonia, ahora encausado por abusos deshonestos contra menores y prófugo, compareciera ante la justicia. Sólo así, declararon, podrá el país "recobrar su confianza en Villa Baviera". Sólo así podrán ellos, agregaron, seguir apoyando la obra que realiza la Colonia a través de su hospital y de su escuela.Más vale tarde que nunca, pienso yo. De los arrepentidos es el Reino de los Cielos. Siempre, sin embargo, desde las primerísimas noticias que tuvimos en la década de los sesenta, me pareció que la famosa Colonia, la Benefactora Dignidad, como suele autodenominarse, era eminentemente sospechosa. Siempre me pareció que algo olía a podrido en aquellos campos bien cultivados y de apariencia idílica.

Los colonos habían llegado a Chile de Alemania Federal en 1961 y habían comprado tierras en una zona del interior de Parral, a los pies de la cordillera de los Andes, a unos cuatrocientos o quinientos kilómetros al sur de Santiago. No se sabía mucho del asunto, pero se sabía que los alemanes, dirigidos por un jefe a quien miraban como un dios, el señor Paul Schaeffer, habían formado una sociedad cerrada, regida por una disciplina estricta, con muchos detalles que hacían pensar en una comunidad neonazi. Ya en 1966 se supo de un joven que había escapado en medio de grandes peripecias, lo cual era revelador del carácter represivo de la organización, y que se había declarado víctima de abusos sexuales de parte de Schaeffer. Hubo un escándalo de prensa y un intento de investigación judicial, pero las cosas no pasaron de ahí. Años más tarde, después del golpe de Estado de septiembre de 1973, se dijo que la DINA, la policía secreta de la primera etapa del pinochetismo, había utilizado la Colonia Dignidad, también conocida como Villa Baviera, como centro de operaciones y de torturas. Todo no pasaba, sin embargo, de ser un rumor, una sospecha. Las instituciones internacionales ocupadas de los derechos humanos. intervinieron, pero en aquellos tiempos era imposible realizar una indagación medianamente seria. Además, no parecía que la DINA tuviera necesidad de recurrir a lugares tan remotos y extravagantes.

Hace alrededor de diez años, un traductor y periodista alemán de paso en Chile me pidió que lo acompañara a visitar la Colonia. Yo tenía un conocimiento bastante superficial del tema, pero me interesaba, me intrigaba, y acepté de inmediato. No nos dejaron entrar, como era previsible, pero todos los signos externos y todas las experiencias del día fueron elocuentes, concordantes, El arco de madera colocado encima de la entrada principal no decía:

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"El trabajo nos hará libres", como rezaba el arco, muy parecido en su estilo, de uno de los campos de concentración de Hitler, pero el lema de la Colonia propuesto por Paul Schaeffer, su conductor, vale decir, en lengua alemana, su führer, había sido en un tiempo: "El trabajo nos hace felices". Todo revelaba que habíamos llegado al umbral de un mundo mejor organizado, más pulcro, más disciplinado que el nuestro. La pintura de los cercados y la de las diversas construcciones estaba muy bien mantenida, en notorio contraste con lo que podía verse entonces en los campos chilenos de la región. En la distancia se escuchaba un coro de niños. Por uno de los senderos pasaba una fila de niñas con vestimentas bávaras; medias blancas, faldas rojas y verdes, tirantes bordados, camisas con encajes. Avanzamos por un camino de la orilla y encontramos un camión basurero, en mucho mejor estado, desde luego, que los de nuestros municipios criollos, un Mercedes Benz impecable, conducido por empleados de aspecto alemán, en uniformes y gorras de tela verde. Nadie nos miraba ni nos dirigía la palabra, a pesar de que el periodista habría podido entenderse con ellos en su propia lengua. Formábamos para ellos, sin duda, parte de la torva conspiración dirigida desde fuera contra esa comunidad de seres felices, puros, excépcionales.

Nadie que hubiera reflexionado sobre la historia contemporánea, que hubiera leído algunos de los textos fundamentales sobre los totalitarismos de este siglo, habría podido dejar_de entrar en sospechas. ¿Recuerdan ustedes el gran ensayo de Octavio Paz sobre aquello que él define como "peste autoritaria"? Yo comentaba estas cosas en años de dictadura en Chile, hacía la crónica de mi visita dominical a la inefable villa, y gran parte de los lectores me atribuía intenciones aviesas, prejuicios políticos insuperables. El título del célebre ensayo de Octavio Paz no puede ser más revelador, más aplicable a nuestro caso: El Ogro Filantrópico.

¡El ogro autoritario y totalitario, cualquiera que sea su signo ideológico, siempre ha sido filantrópico, siempre ha fundado escuelas y hospitales! Lo que sucede es que estas escuelas, por altos que sean sus niveles tecnológicos o científicos, están estrictamente dirigidas. Tienden a formar personas sumisas, incondicionales: esclavos dotados de una tecnología avanzada. En lo que se refiere a la medicina, ya sabemos que el totalitarismo se ha dedicado a sanar a las personas de orden y a enfermar y enloquecer a las otras. Algunos de los escapados de Villa Baviera han dicho que se aplicaron electrochoques a personas descontentas con el paraíso del señor Schaeffer... Todo, por desgracia, es perfectamente reconocible. Nos hemos topado con el conocido delirio lógico de la mente totalitaria. Si alguien se siente infeliz en el paraíso, quiere decir que está loco o en vía de volverse loco.

La reciente huida de los jóvenes Tobías Müller y Gonzalo Luna, de 24 y 18 años, respectivamente, alemán el primero y chileno el segundo, fue la gota que desbordó el vaso. La gente ha comenzado a entender por fin que detrás de las fachadas bien pintadas, de los coros celestiales, de las obras de beneficencia, podría esconderse una realidad siniestra, una caricatura fea, mediocre, pero extremadamente peligrosa, del ogro descrito por Octavio Paz. Sumadas a indicios y testimonios acumulados a lo largo de cuatro décadas, las declaraciones de los dos jóvenes sobre los abusos sexuales que realizaba Paul Schaeffer con los niños que él mismo escogía para que estudiaran en su escuela resultan abrumadoras. Había indicaciones claras de que Schaeffer, cabo sanitario en el Ejército de Hitler, predicador seudorreligioso en los primeros tiempos de la posguerra, había tenido que abandonar su país debido a las acusaciones de agresión sexual contra menores presentadas ante tribunales alemanes. Las pruebas reunidas hasta ahora son coincidentes y concluyentes en esta materia. Pero el asunto va mucho más allá. La Colonia, la Benefactora Dignidad, ha sido un Estado dictatorial, ilegal, regido por un sistema represivo sin fisuras, dentro del Estado chileno. Sus métodos de trabajo voluntario y asociativo han sido una burla flagrante de nuestra legislación del trabajo. Las normas sobre impuestos, que a los ciudadanos comunes nos provocan tantos dolores de cabeza, no han existido para ellos. Los colonos han tenido que trabajar sin horarios, sin salarios, sin garantías de ninguna especie. Las mujeres han sido separadas de los maridos y de los niños. Todos han debido confesar hasta los menores detalles de su vida privada, sin excluir sus sueños más íntimos, al jefe, al conductor. Han tenido que pedirle permiso para salir de la Colonia, permiso que la mayoría de las veces ha sido denegado. Por último, ya parece demostrado que durante los primeros años del régimen militar la Colonia sirvió de santuario de la DINA. Cuando el entonces coronel Contreras llegaba de visita, Paul Schaeffer, aficionado a la música, organizador de orquestas de niños, además de cultivador del humor negro, ¡hacía tocar la marcha triunfal de Aída!

En resumidas cuentas, el paraíso del señor Schaeffer ha sido un infierno pequeño, remoto, pero curiosamente parecido a los grandes infiernos totalitarios de nuestro siglo. Como todos éstos, ha tenido defensores apasionados. La profunda crisis de la democracia chilena en las últimas décadas, crisis que ya se notaba a fines de los años sesenta, cuando la Colonia daba sus primeros pasos, permitió que el enclave creciera y prosperara. El asunto plantea a los chilenos de hoy un desafío fundamental. Si pretendemos haber logrado una transición exitosa, si aspiramos a convertirnos pronto en una democracia sólida, sana, no podemos permitir que subsistan entre nosotros tumores autoritarios, seudototalitarios, ogros y ogrillos, por filantrópicos que sean, puesto que la filantropía, como ya se sabe, es su constante coartada. Al mismo tiempo, el problema es mucho más que chileno. Demuestra que la peste autoritaria, aunque parezca derrotada en los grandes escenarios de este mundo, tiende a rebrotar en los lugares menos pensados y con los disfraces más diversos. Es una constante perversa de la mente humana, y nos obliga, aquí y en todas partes, a no bajar nunca la guardia.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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