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Secretos del poder y agentes dobles

Josep Ramoneda

¿Puede establecerse una relación entre la masiva asistencia al funeral de Lady Di, la millonaria movilización que siguió al asesinato de Miguel Angel Blanco, la marcha blanca de Bruselas contra la pederastia de Estado y la reacción parisiense contra la ley Debré sobre la inmigración? De un tiempo a esta parte, en Europa la gente sale a menudo a la calle para expresar sus sentimientos políticos (sentimientos porque son reacciones que se sitúan en un territorio en que lo racional está inscrito sobre lo irracional, y políticos porque tienen que ver con el modo de entender la cosa pública) de forma masiva y, a veces, inesperada. Son movilizaciones concretas (en el tiempo) que parecen difusas en sus objetivos porque al final del paseo no está la conquista del poder o la revolución social como se temía años atrás cada vez que algunos millares de trabajadores salían a la calle. En ellas los medios de comunicación desempeñan un papel amplificador fundamental y cubren la ausencia de líderes que canalicen y dirijan políticamente de modo explícito las movilizaciones. Los medios actúan, en cierto modo, como un agente doble que negocia a la vez la complicidad con la ciudadanía, cuyos sentimientos publicita, y con el poder político y económico, al que está unido por, un sistema de intereses.Esta suma de factores dificulta la comprensión de estas reacciones ciudadanas. Y antes de levantar acta de obsolescencia de las viejas categorías de análisis, se acostumbra a clasificar lo que no se entiende en el apartado del omnipotente poder de la manipulación. "Sólo descubrí la realidad cuando empecé a fotografiarla", dice Antonioni en su última película. Ciertas gafas, graduadas hace ya demasiados años, no ayudan a ver el secreto que la fotografía revela, a pesar de que si algo abunda en nuestra sociedad son las imágenes.

Una característica de este fin de siglo es que los ciudadanos, con la perversa colaboración de los denostados medios de comunicación de masas, han conseguido fisgar en los secretos del poder. Todo empezó cuando se descubrió que la superpotencia soviética era una inmensa mentira y que el secreto era que no había secreto. Aquellas movilizaciones masivas y pacíficas son las últimas que hicieron caer el poder y las primeras de un nuevo estilo más convivencial que revolucionario. Desde entonces el ojo de la ciudadanía ha ido penetrando los secretos del poder: los secretos de corrupción y complicidad del más sofisticado régimen de guerra fría, el equilibrio italiano; los secretos de escuchas telefónicas y espionajes aquí y allá que culminaron con la ridícula imagen de un viejo verde espiando artistas de cine desde el palacio del Elíseo; los secretos del terrorismo de Estado en España y de la corrupción en casi toda Europa; los secretos de las complicidades entre política y crimen sexual en Bélgica; los secretos de la familia Windsor e incluso los sacrosantos secretos de las cuentas numeradas de Suiza. El carácter de agentes dobles de los medios de comunicación social en que la ciudadanía se apoya para abrir puertas cerradas, puede hacer pensar que sólo se descubre lo que haya perdido virtualidad y eficacia, lo que ya estaba condenado a liquidación. Pero estos descubrimientos han servido para que la ciudadanía tomara conciencia de la desnudez del rey. Es frente a esta desnudez cuando la ciudadanía reacciona. Con escepticismo e indiferencia muchas veces, pero con impulsos de reacción moral y democrática en otras muchas ocasiones. Y siempre con los medios haciendo el doble papel de mecanismos de control social y puente de comunicación entre los ciudadanos. Sin ellos nunca se habría contado por centenares de miles la gente en la calle.

Estamos, por tanto, ante un fenómeno de reacciones concretas, que se producen ante estímulos precisos (que hacen saltar muchas cosas guardadas o reprimidas) y que retroceden inmediatamente. Los franceses se sienten humillados cuando se les pide que hagan de policías ante la inmigración, los belgas cuando ven aparatos de Estado detrás de la delincuencia sexual, los españoles ante la crueldad y la ineficacia politiquera; los ingleses explotan contra la frialdad del Leviatán cuando muere un personaje vulgar e insignificante como Diana, en cuyas desdichas de niña pija la ciudadanía proyecta su malestar con la corona. La gente sale a la calle para levantar acta de su disconformidad con los comportamientos políticos en momentos en que una conjunción de factores produce una recarga emotiva. Es a menudo la muerte la que hace reaccionar a la ciudadanía: el principio de realidad que rompe la nube de ficción que nos envuelve en la sociedad virtual. Y estas movilizaciones confirman dos cosas: la crisis de las instituciones intermedias que articularon la democracia representativa (vamos camino de un democracia en que la interlocución entre gobernantes y gobernados se hace con la intermediación exclusiva de los medios de comunicación) y la incomodidad de la ciudadanía en una sociedad organizada bajo el principio de la desigualdad creciente: los ciudadanos tienen su corazoncito y tienen miedo a que les toque algún día en la ruleta del desempleo, de la marginación o de la exclusión (de ahí la eficacia simbólica de las obras de caridad de Diana).

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Ante estos acontecimientos, la tentación es dejarse llevar por la pendiente o practicar el desdén. Algunos políticos intentan aprovechar la dirección del viento para tratar de alcanzar la cabeza de la manifestación, del mismo modo que algunos comentaristas se apuntan a decir lo que la gente tiene ganas de oír, es decir, a reforzar el clima emocional. Otros, tanto desde el elitismo conservador como desde el vanguardismo de izquierdas, compadecen con más o menos elegancia a las pobres gentes que se dejan arrastrar de buena fe en actos irrelevantes que sólo demuestran la miseria de nuestra civilización. En cualquier caso, entre la reina de Inglaterra y Tony Blair pasa una línea divisoria, que se reproduce en toda la clase política y mediática: los que no entienden nada y acumulan los tópicos de siempre, y aquellos a los que el olfato les indica que algo importante está pasando aunque no sepan exactamente por qué. Para los políticos el peligro está en que las prisas por capitalizar algo que no pertenece a nadie reviertan contra ellos. (En los burdos intentos del PP de capitalizar las movilizaciones contra el asesinato de Miguel Ángel Blanco podemos tener un buen ejemplo de referencia).

Se dirá que no hay proyecto, que estas movilizaciones son la culminación de la debilidad posmoderna, que no hay ninguna propuesta de emancipación que las acompañe. No sabemos si las movilizaciones ciudadanas actuales nos sacarán del atolladero del fin de la historia y de la amenaza de la expansión del fascismo ordinario (el que no lleva correajes ni grandes proclamas pero conquista conciencias y conductas), pero lo que sí sabemos es que, desde las vanguardias de entonces como desde las élites de ahora, a la ciudadanía se la ha contemplado siempre con desprecio y con la convicción de que sin el liderazgo de los lúcidos no hay salvación. De ahí que la manipulación sea lo primero que se les ocurre cuando algo se mueve, y de ahí que hablen de pueblo y de masas, y no de ciudadanos, que es el título que da al individuo dignificación política.

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