Iconofagia y dinero
Información y mercado son referentes dominantes de nuestra contemporaneidad. Intocables, irresistibles, su vigencia es absoluta. Desde ellos y en su función se han construido la sociedad de la información y el mercado mediático, como espacios en los que se deciden las lides del poder, en los que se determina, en buena medida, el curso y materia de nuestras vidas. Carreras, fortunas, fracasos, prestigios, malogros, triunfos, felicidad y naufragios toman en ellos pie, sus protagonistas son nuestros héroes inmediatos, sus haceres la sustancia de nuestros mitos. Virtual o refleja, la realidad mediática es la realidad por antonomasia. La que nos alimenta día a día. La que produce más efectos de realidad.La muerte, ha escrito André Malraux, convierte la vida en destino. En su concreción última, su revelado definitivo. Diana Spencer desangrándose junto al Sena, a 200 metros del piso en el que Bertolucci, en El último tango, hizo vivir a MarIon Brando el último episodio de su mitología erótica, Lady Di muriéndose ante la codiciosa mirada de los paparazi es la sacralización de un itinerario personal, vivido por ella y por nosotros en la más fervorosa intimidad audiovisual, como un reality show planetario, que en su conclusión se eleva a la condición de mito perfecto. Mitogénesis que pone al desnudo la fascinación, frágil y turbia, venal y mágica que nos une a ellos desencadenando una reacción unánime de repugnancia y rechazo frente al hecho -el accidente mortal- que la ha generado. Y comienza la caza del culpable. Los fotógrafos carroñeros, la prensa amarilla, la adicción voyeurista del público, el comercio de su privacidad por parte de los notorios, todos nosotros, periodistas, presentadores, lectores, televidentes, en revuelto amasijo. Pero con ello, sobran culpables y confusión y falta análisis y criterios.En el fondo todas las opiniones comparten una opción básica: no se puede limitar el derecho de los periodistas a informar sobre aquello que interesa al público porque sería atentar gravemente contra la libertad de información base de la democracia, ni se pueden tampoco poner límites a la libertad de mercado porque supondría minar las bases del funcionamiento económico de las sociedades capitalistas que son las nuestras. Y puesto que hay una demanda solvente sobre esos productos informativos los periodistas tienen el derecho, algunos afirman que incluso la obligación, de proporcionárselos. El mercado, el cliente, el público mandan. El Parlamento español ha declarado de interés general un producto audiovisual, la teletransmisión del fútbol, en función de la amplia demanda que de él existía. En una tertulia de la COPE escuché hace varias semanas que las principales jugadas de los partidos de fútbol eran una información de importancia capital para los españoles y que por lo tanto deberían tener el mismo trato que las principales noticias que se transmitían en los telediarios.
El argumento fundamental, en este debate, de la opción informativo-economicista presidida por el beneficio son los cuatro millones de lectores que tiene la prensa amarilla en Francia, los cerca de diez millones que tiene en el Reino Unido y las audiencias multimillonarias de los reality shows más procaces y en general de la telebasura. Es el mismo razonamiento circular que se usa para justificar la proyección de los filmes violentos en el prime time: nadie obliga a verlos y puesto que el público lo hace es porque los prefiere. Esta mitificación del mercado y del contenido de la demanda en un determinado momento olvida que la segunda no funcionaría sin la publicidad y que las preferencias y los comportamientos individuales no surgen por generación espontánea. Se enseñan y se aprenden, se provocan e inducen. Son productos sociales al igual que lo son las noticias y las informaciones y de modo especial lo que nosotros entendemos por tales, Que los humanos huyamos del esfuerzo y que estemos más dispuestos a pagar por lo fácil e inferior no implica que hayamos de confinarnos en ello. Un mercado mediático sin reglas no es un mercado libre, sino un mercado de mafias. Un espacio mediático sin principios ni valores, es decir, sin ética, no es un espacio humano, sino una jungla mediática.
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