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La Fundación Botín abre una sala en Santander con 12 instalaciones de artistas internacionales

Los autores han adaptado las obras especialmente al espacio expositivo

Javier Sampedro

Los objetos son cotidianos -libros de lance, centros de mesa, fotos de carné-, pero su relación con la luz y el espacio del edificio de exposiciones los transforma en paisajes narrativos y oníricos, en metáforas del tiempo o de la devastación. El nuevo edificio Villa Iris (paseo de Pérez Galdós 47, Santander) de la Fundación Marcelino Botín se ha estrenado con 12 instalaciones de 10 artistas jóvenes y consolidados, que han modificado sus obras para imbricarlas en el entorno que las acoge. La muestra Transformación permanecerá abierta al público hasta el 8 de septiembre.

La comisaria de la exposición, la galerista Oliva Arauna, se muestra satisfecha con los resultados. "Villa Iris, que nunca había sido utilizada como espacio expositivo, se ve ahora transformada por estas instalaciones, adecuadas por los propios autores durante seis días de trabajo", afirma. El visitante es recibido en el edificio por la instalación Zócalo, de Alicia Martín (Madrid, 1964): una vorágine de libros arrojados por alguna fuerza poderosa y congelados mágicamente en el tiempo, insertados en los suelos y las paredes, algunos abiertos, otros deshojados. "Es la sensación del tiempo detenido en el acto de ensimismarse, de abstraerse entre las paredes de un rincón, el instante congelado del vacío mental", explica la artista, que suele servirse de la pintura, la escultura, la fotografía o la instalación para explorar la suspensión del movimiento. Ella y Chema Alvargonzález son los únicos que tienen dos instalaciones cada uno en esta exposición.

Confusión y símbolo

El artista neoyorquino Mitchell Syrop ha aportado unas secuencias de retratos en blanco y negro, que ya iniciara a principios de los setenta como experiencia conceptual. Según Syrop, el proyecto surgió de la "experiencia corriente de confundir a una persona con otra". Su procedimiento es tomar una fotografía de una cara e intentar casarla, imperfectamente, con otra. El efecto es rítmico, una especie de fuga visual con variaciones.La instalación Nodi, de Alfredo Romano (Siracusa, 1954) es una pesadilla compuesta por la repetición incesante de amenazantes hoces clavadas en todas las paredes de una habitación y por una serie de troncos semiquemados, rodeados de viejos objetos, de gasas y de piezas de ganchillo colocados sobre unas mesas que, como señala la directora de la última bienal de Estambul, Rosa Martínez, "aluden a un mundo rural duro y peligroso, a las revueltas campesinas de una revolución inacabada".

La exposición incluye también dos vídeoinstalaciones. La de Antoni Abad (Lleida, 1956) logra, mediante una simple combinación de una proyección (un atleta tirando de una cuerda) y un espejo, un fascinante resultado: el hombre luchando contra sí mismo. La obra se llama apropiadamente Sísifo y "se ha convertido en una de las metáforas más poderosas de la tensión, del eterno enfrentamiento con el mundo y con uno mismo", en palabras de Rosa Martínez.

El otro vídeo es árbol / túnel, de Chema Alvargonzález (Jerez de la Frontera, 1960). Transeúntes, ciclistas, gentes corriendo, filmados en Munster (Alemania) aparecen en secuencias rotas, solarizadas, descompuestas por un prisma y combinadas con sonidos desfasados. "Detrás quedan cortadas las sensaciones que me atan al pasado", ha escrito Alvargonzález en el catálogo, "pero aún quedan sus huellas, como las líneas de la mano que marcan nuestros posibles recorridos". Completan la exposición las instalaciones de Per Barclay (Oslo, 1955), Alfredo Jaar (Santiago de Chile, 1956), Pedro Mora (Sevilla, 1961), Rosa Brun (Madrid: 1955) y José Herrera (La Laguna, 1956).

Los tres pisos y el jardín del edificio santanderino de Villa Iris ofrecen una experiencia íntima e intensa, ideal para la reflexión -y también para la alucinación- a que invitan los audaces e insinuantes montajes de estos 10 artistas. Las asperezas del concepto resultan allí limadas por la blancura impoluta de las salas, por la luz lechosa que llega casi intacta desde el cercano Sardinero.

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