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Tribuna:TRAVESÍAS: ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Tribuna
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Un profeta del frío

Antonio Muñoz Molina

A principios de los años setenta lo más moderno que había en Úbeda era un conjunto músico-vocal que se llamaba Los Droga. Sus componentes llevaban vaqueros acampanados y melenas lisas y más bien sucias. Tocaban durante las fiestas de san Miguel en la caseta municipal, y a lo largo del verano hacían modestas giras por las ferias limítrofes, cantando siempre en un inglés entusiasta, aunque imaginario, en el que las únicas palabras que se entendían con facilidad eran baby y yeah. Otros grupos ya extintos habían precedido a Los Droga en aquella historia de nuestro pop de secano: Los Blue Star, Los Dandys, que cultivaban una línea más melódica, una presencia más conservadora.Uno intuía, en su desasosiego de inquietudes (era una época en la que los jóvenes estábamos llenos de inquietudes, al decir de las más avanzadas publicaciones eclesiásticas), que lo rompedor de verdad, lo rebelde y gamberro, eran Los Droga. Vistos de lejos, cuando iban juntos, daban un aire parecido al de los grupos de entonces: pero el efecto quedaba arruinado al oírlos tocar, o simplemente cuando se encontraba uno cerca de ellos y a pesar de los pelos largos, los vaqueros de campana, los zapatos de plataforma, las camisetas, los prudenciales abalorios, reconocí sus indestructibles caras jienenses, heredadas de generaciones hoscas de labriegos, refractarias a cualquier extravagancia o refinamiento de modernidad.

Pero no dejaba uno de verlos con cierta admiración, aunque sólo fuera porque se permitían lo que la mayor parte de nosotros nos habría gustado tanto y nos estaba radicalmente prohibido, llevar el pelo muy largo, por encima de los hombros, tener un grupo de rock, vivir rodando por las carreteras. El grupo no había grabado ningún disco y las carreteras por las que circulaba eran comarcales, pero eso no le quitaba un cierto prestigio On the road que era mucho más de lo que cualquiera de nosotros estaba autorizado a imaginar. Ya sé que entonces la abrumadora mayoría de la clase intelectual y política española había conocido el mayo del 68 en París y el verano de las flores en Berkeley y en Woodstock, y que algunas de las mentes más rebeldes de nuestra todavía audaz (aunque ya algo achacosa) cultura alternativa se habían familiarizado con el ácido, con el amor libre y con las autopistas norteamericanas, pero mi única experiencia de vida en la carretera, hacia el año setenta y tres, era el viaje entre mi ciudad y la capital de mi provincia, que no estaban comunicadas por los ya entonces míticos Greyhound, sino por los vehículos de una compañía regional prosaicamente bautizada Alsina Graells Sur.

Por esa época Los Droga dieron un paso más en su modernidad pop y se quitaron el artículo: ya se llamaban simplemente Droga, del mismo modo que los Canarios, los Bravos y hasta los Diablos habían pasado a llamarse Canarios, Bravos o Diablos. No sin cierta distancia despectiva -yo aún no podía llevar el pelo tan largo que me tapara las orejas, pero ya conocía a The Doors, a Jimi Hendrix, a Deep Purple-, asistí a una de las últimas actuaciones del grupo. Era en un salón de actos, y tenía, ya en el cartel, ciertos atisbos de respetabilidad de rock sinfónico: "DROGA - En concierto". Se iban abriendo las cortinas del escenario, con uno o dos cambios de luces, mientras sonaba el arranque de aquella larga canción que nos gustaba tanto, In-agadda-da-vida, maltratada con euforia por nuestro conjunto local. Uno de sus miembros, el organista, dejó de tocar, se adelantó hacia el filo del escenario, acercó mucho la boca a un micrófono y gritó roncamente, aunque con notable parsimonia: "¡Droga!". A continuación volvió a su sitio, un poco como el chico que en unos juegos florales se ha adelantado para decir una poesía, y siguió tocando el órgano, agitando de un lado, a otro la melena lacia.

No creo que los Droga supieran entonces de las drogas mucho más de lo que sabía yo: es decir, nada, o casi, un rumor de lejana literatura, de la muerte de Hendrix, de Janis Joplin o de Jim Morrison. Tan sólo unos años más tarde la heroína irrumpió para devastar al menos a dos generaciones, para extender la muerte, la enfermedad y la miseria en barriadas enteras, y no sólo en las ciudades grandes, sino también las más provinciales y aisladas, aquéllas en las que muchos crecimos suponiendo que nunca llegaría a ellas la onda expansiva de los tiempos modernos. A principios de los ochenta teníamos ya yonquis auténticos.

Me he acordado de la llegada de la heroína al leer que había muerto William Borroughs. Igual que en cierto momento de la primera adolescencia nos era preciso, para imaginarnos adultos, habituamos a los cigarrillos y al alcohol, un poco más tarde hubo que aproximarse, con fascinación y pavor, con temeridad, con arrogancia, al mundo que profetizaban las novelas de Bnrroughs y que también estaba, como una invitación, en algunas canciones: Brown Sugar, Cocaine; la tremenda y sinestra Waitingfor my man de Lou Reed.

Algunos de ellos se salvaron, entre otras cosas porque hay ciertas formas de rebeldía y de radicalismo que son mucho menos arriesgadas si uno resulta ser multimillonario por su casa, como le sucedía a Burroughs. Muchos con menos privilegios han muerto y todavía mueren, mientras el comercio de las drogas corrompe continentes enteros, y aún quedan desnortados que celebran el romanticismo letal de la heroína, los efectos iluminadores del delirio, de la disgregación hacia la locura.

A mí William Burroughs me parecía, como su literatura, de una frialdad inhumana, de un desgarramiento muy cerebral y metódico, como premeditado, llevado a cabo con la determinación con que sus personajes preparan la cuchara y la dosis y la aguja antes de inyectarse. No tengo ninguna nostalgia del tiempo en que leía sus novelas y en que vi trastornarse estérilmente y para siempre a gente muy valiosa y querida. Comprendo que es una vulgaridad, y que debería hacer algo por arreglar ese pasado, pero en mi adolescencia de pueblo influye más el conjunto Los Droga que toda la añorada Beat Generation.

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